Por: Ghisselle Ávila Salazar
Eran los treintas, pero eso no cambiaba nada. Todas hablaban
acerca de la fabulosa monotonía de sus vidas: de hermosos y caros vestidos,
nuevos peinados que estaban de moda y claro, de hombres. ¿Qué más podían pedir
de su vida? Tenían dinero, salud y a un pobre bastardo como esposo que de pobre
no tenía nada. La gente rica se regodeaba por las calles de la fabulosa ciudad de
Londres sin mayor preocupación y los hombres paseaban como pavo reales en un
mundo que solo les pertenecía a ellos.
¿Qué había de raro en mí? ¿Por qué no podía conformarme con ser
como las demás? Con un guapo y adinerado esposo, con la capacidad de darme todo
y mucho más, acompañada de bellos niños y de una enorme casa rodeada con
vecinos fabulosos. En aquellos tiempos yo debía ser la oveja negra de la
sociedad femenina, el bicho raro de la burguesía, el despojo social que no era
capaz de encajar en ningún otro lado que no fuera la soledad de mi habitación.
¡Ah! Pero tenía una fortuna, y vaya que la tenía, sin embargo,
esto solo convertía mi condición en algo peor, quizá en una especie de
enfermedad maligna que podía ser contagiosa, es decir, probablemente por eso
con el paso del tiempo, las mujeres de mi círculo evitaban hablar conmigo una
vez que ellas y sus padres escuchaban mis ideales.
-¿Una mujer trabajando?- Recriminaba mi padre por décima ocasión.-
¿Es que has perdido la cordura? Lo tienes todo: sirvientes, riqueza, una bonita
cara y una gran distinción entre nuestros amigos.- Pensaba él.- ¿No es
suficiente? Ya déjate de tonterías ¿No ves que me preocupas hija? Estoy
envejeciendo ¿No piensas darme nietos? No viviré para siempre. No te lo quería
decir pero a tus veinticinco estas algo…quedada. ¡Ah no! Y nada de lágrimas,
que te lo digo por tu bien. Mira, el hijo de Marc es un buen partido. Olvida
tus sueños sin sentido y acéptalo de una vez. Acaba de pedirme tu mano.-
Cuando se le metía algo al viejo era muy difícil sacarlo de su
necedad. Yo se que una buena hija no debe hablar mal de su padre nunca, pero no
había forma de nombrar aquello de otra forma. ¿Casarme yo? ¡Ja! ¿Y con el
estirado ese? ¡Antes me mato!
Por otro lado, esa terquedad de la que tanto se vanagloriaba mi
padre para conseguir lo que quería me agradaba en secreto, y en ese entonces,
en aquella noche fría y reveladora, fui muy pero muy feliz de ser su hija y
haberla heredado. Esa misma noche desaparecería el “yo” que todo el mundo había
conocido, además también desaparecieron mis cosas y la poca ropa que decidí que
me llevaría de casa, porque cuando dos tercos se enfrentan lo que sucede es que
el más valiente de ambos, me refiero a mí por supuesto, se deje de palabrerías
y vaya en busca de lo que tanto defiende.
Así que lo hice. Aun cuando
eso me costó el honor, las montañas de dinero apestoso y el hijo amargado de un
tal Marc que podría habérmelo dado todo.
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