Por: Katia Sánchez
Ortega
Había estado bebiendo la noche anterior, estaba segura, por eso le
dolía todo el cuerpo, pero esas quemaduras de cigarro en todo el antebrazo, no
las recordaba, ni eso, ni el hospital, ni los cables que la hacían parecer una
generadora de electricidad. Tenía los ojos abiertos, pero no podía moverse,
pareciera como si a cada respiración que hacía, le costara la vida.
Escuchó un quejido cerca de ella, trató de voltear con todo el
dolor clavado en su ser hasta caer en shock y acostumbrarse a él, no le importó
porque al verlo tirado en una cama, vendado de las muñecas, convirtió el dolor
en histeria.
Histeria que cambiaría el color de su cuarto, rojo, ya no podía
diferenciar la sangre, ni sus labios, ni las uñas de sus pies, ni las venas de
su sien. Se habían mimetizado con su histeria, nada era de otro color, hasta
que al abrirse la única puerta, entro una persona con hábito de monja, ciega,
que le obligó a tomar un par de pastillas, hasta el fondo, le dijeron que ya no
dolería. Se quedó dormida.
Pudieron haberle avisado que ya no estaba, que se había ido sin
despedirse, pero nadie dijo nada, la habían cambiado a un cuarto más pequeño, y
gris, con barrotes en las ventanas y una sola cama, ya no tenía los cables en
su cabeza, ¿dónde estaba el? Preguntaba, se sentía vacía, opresiva y
destructiva, ya no lo recordaba, todos le decían que nunca estuvo nadie con
ella. Le dijeron que ya no llorara. Se quedó dormida.
-Miércoles: no hay que tener miedo- la despertó. Su voz no era
bonita, pero ahí estaba, sentado a su lado con un libro en la mano, y las
muñecas aún rotas. El cuarto era de color verde pálido, lo respiraba y lo
sentía en el estómago, él seguía leyendo, aunque ella no entendiera nada porque
estaba aturdida de tanto silencio, desconocía todos los sonidos, menos el de su
voz, desconocía todos los lenguajes, menos el de su voz, desconocía todos los
dolores, menos el de su voz. Le dijo que no se preocupara. Se quedó dormida.
No sabía por cuánto tiempo había estado vomitando, y ese color
morado no ayudaba mucho para la náusea. Quería deshacerse de esos pensamientos
que la atormentaban cada que dormía, parada en ese mostrador, preguntando a la
gente su estado de ánimo, vendiendo mercancía barata de un país al que odiaba,
perdiendo valentía cada que alimentaba las tuberías con la sangre de sus
muñecas. Pero eran pesadillas. La monja le decía que terminara con su dolor de
una vez. Se quedó dormida.
Despertó y era blanco, completamente, hasta las cortinas feas, que
decoraban una ventana sin vidrio. No es como cuando era niña, que mezclaba
todos los colores de la plastilina y se volvía gris, porque le quitaba su
propiedad al tratar de que dos, fueran mejor que una, tratando de mostrar que
se podría hacer un color perfecto. Este no era el caso, hoy no sentía nada y no
veía nada, no olía, ni tocaba nada, no sufría amor, ni histeria tampoco, no
hablaba nada, menos recordaba. Sin color. Se quedó dormida.
Espejos, todo el cuarto lleno de espejos, se vio los ojos, se vio
sus manos, y sus vendas llenas de sangre. No había colores, sólo el amarillo de
su piel, y el rojo ese que corría por los suelos. Ya no podía ni recordarlo,
porque nunca lo vio, siempre estuvo dentro de ella, era un reflejo de sí. Ya no
volvió a entrar la monja, tal vez había recuperado la vista, ella la
conciencia. Tenía que buscar en todos los colores, hasta encontrar en dónde lo
había dejado, de qué color era el coma emocional en el que la había dejado.
Ninguno. Ya no despertó.
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