Por: Katia Sánchez
Ortega
La ansiedad le llegó cuando no pudo respirar. Pegada a su cama con
un porte de maniquí pálido, asustada, casi muerta, ahogada en voces oprimidas
por silencios escondidos en el vacío de su estómago. Entre borrosas imágenes,
pudo ver a esa criatura que siempre le acompaña, la desesperación la invadía,
impostora, ordenando que gritara a las profundidades de su pensamiento y al
hacerlo, hacía ciertos movimientos con la boca, con el nombre de la criatura en
sus labios, lentos, tristes, mentirosos.
Ya había perdido el tiempo en un ataque de furia, dentro de su
conciencia, contra la almohada. Sonaba el reloj, marcando el número de
respiraciones que emitía en su angustia dormida. Gris, custodio de su vientre,
con una fidelidad demoníaca, estaba sobre ella, como si nada se reía, con
carcajadas usureras. Hundía sus dientes en su abdomen y aplastaba su cara
apagada con unas manos que se sentían resecas, sucias, largas. Recorría su
cuerpo como un mar de petróleo desde los pies hasta la cabeza, falleciendo,
denso, negro, que lo cubría con un perpetuo frío hasta llegar a sus manos,
libres, donde lamía cada dedo hasta dejarlos tiesos, hartos de vida,
petrificados.
La histeria se la comió viva. Se elevó de su cómoda zona y cubrió a
su íncubo favorito con un grito, que al instante desapareció. Bañada en sudor,
descubrió que una simple “pesadilla” había sido causa de unas sábanas mojadas.
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