Por: Erika Berenice Cisneros Vidales.
Tenía mis manos sobre sus caderas, las bajaba poco a poco y
tocaba sus muslos, mientras besaba sus rojos labios. Acariciaba su largo
cabello negro, rozaba sus mejillas, para luego aproximarme a sus senos. Sencillamente
amaba tocar su cuerpo y sólo deseaba tenerla.
¨No, detente¨, me decía mientras se alejaba de mi cuerpo. Luego
se aproximaba y me besaba, para una vez más alejarse diciendo que pensara en
Eva. Pero, ¿Quién era Eva? Oh, sí, recordaba, aquella mujer que me amaba y la llamaba
¨mi mujer¨, tan aburrida y seca, tan poco incitante y excitante, por quien no
sentía ya nada. Solo existía para mi Lilith, ella y su juego de seducción que
comenzaba a agobiarme. Debía tenerla. Cada vez que ella me provocaba y luego se
alejaba, sin más. Me cuestionaba si hacia bien o si había sido un error
traicionar a Eva, pero luego miraba todo lo que era y sabia que debía estar con
ella, aunque su juego me cansara; pero sabía que algún día la tendría.
Luego, una noche de octubre sabía que sería la ocasión. Una
habitación a media luz, una botella de vino, Sinfonía Número 40 de Mozart
como música de fondo y ella, usando un
vestido rojo. Sensual. Como siempre. Ya no podía esperar. Sentía mi ritmo
cardiaco acelerarse al paso de la melodía. Ya no había espacio a sus ¨No¨, al
menos no para mí.
La tomaba, al inicio le agradaba; después, como de costumbre, se disponía a
alejarme, pero en esta ocasión ya no la dejaría, esa noche sería mía. Ella no
quería.
- ¡Ahh! – forcejeamos y al tiempo que el vino se derramaba sobre
el parquet ella caía sobre éste golpeándose en la cabeza.
Inmóvil. Muerta. Pero esa noche… esa noche fue mía.
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