Por: Marcela Del Río Martínez
Tláloc, quien había nacido con estatus de dios de la Lluvia, lloraba por amor. Los dioses podían seguir el curso de una vida normal, haciendo según sus
pareceres individuales, siempre y cuando no se extralimitaran ni tampoco
buscasen huir de su destino. Quien nacía con la estrella de un dios, provocaba
que su estancia entre los mortales fuese corta, y debían abandonar sus cuerpos
en el cenit de la juventud.
Siempre había reconocido su honorable destino, y se preparaba para ‘El gran
Juego’. Se llevaba a cabo cada veinte años aproximadamente, y en él se ponían a
prueba las fuerzas del Bien y del Mal, dioses contra hombres; los dioses tenían
la encomienda de ser los mejores y ganar para ser premiados con su pasaje hacia
el mundo etéreo, donde tenían que ir cada cierto tiempo antes de volver a
encarnarse en otro cuerpo humano.
Un día soleado, en el tianguis permanente de la zona baja de la ciudadela,
la vio a lo lejos al otro lado de las hileras de puestos; se erguía con
orgullo, demostrando fiera valentía y belleza.
Beuribe era su nombre, la mayor parte del tiempo era custodiada por una
comitiva de hombres y mujeres con estatus de dioses cautivos, todos ellos extranjeros.
¡Jamás encontraría una mujer así por esas tierras!
Tláloc la buscaba con frecuencia, sabiendo que poco tiempo quedaba para su
propia partida y aún menos para la de ella. Las fiestas de la fertilidad en
todos lados se celebran antes que las demás festividades. Y sin embargo, ella se
mostraba tosca con él y le rehuía, llegando a rechazarlo para burla de sus compañeros
también extranjeros. Después de todo, no hablaban siquiera la misma lengua.
Tláloc pasaba días llorando ríos, se decía por ahí. Él sólo quería pasar sus
últimos días junto con ella, quien a pesar de no ser un astro solar, iluminaba
sus días con semejante intensidad. Poco a poco, ella se apiadó de él,
concediéndole unos pocos momentos de sus días. Se entendían a gestos, y se
sonreían mucho, pero ella no permitía que se le acercara demasiado.
Cuando llegó la fiesta de la fertilidad, y fue el momento de
despedirse, ya habían podido comunicarse un poco, pero ella le dijo con claridad: “En este mundo tuve familia, y luego fui elegida, pero con gusto esperaré a
tu llegada al otro lado, no llores por mí,” dijo enjugando una lágrima luminosa en la
mejilla de él.
Pero la partida hacia el mundo de los espíritus no llegó. La guerra contra
los monstruos blancos se interpuso y murió en batalla. Su espíritu quedó
atrapado en el rincón de Malpaso, cuyos ríos había llorado, desgastando la
tierra a su paso.
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