Por:
Erika Berenice Cisneros Vidales
Finalmente
se encontraba allí, el peor lugar que podía imaginar para estar; un pueblucho
abandonado a mitad de la carretera 57. Cuatro calles, una avenida y una pequeña
glorieta con una fuente derrumbada por un coche.
1:45
am, la hora marcada en su celular con escasa batería, y estaba allí varada son
poder salir. Su imprudencia y necedad en un arranque la habían hecho tomar su
viejo deportivo rojo y manejar sin un rumbo fijo hasta vaciar el tanque de
gasolina en un tramo de la carretera donde ya no podía dar marcha atrás, ni
seguir adelante, a menos que encontrara combustible que la hiciera andar y
poder avanzar al siguiente pueblo.
Trataba
de recordar porque había decidido torpemente el tomar carretera sin saber a
dónde ni cómo o cundo llegaría. Se venían a su mente varias memorias, que en un
impulso producido por sentimientos de enojo y vacio, la habían incitado. Ahora
parecían tan indiferentes; sin embargo, sabía que así le parecían solo
momentáneamente, pues en ese momento se encontraba en el peor lugar que podía
imaginar. Cuatro calles. Había un motel y una cafetería llamada ¨El viejo
oeste¨, con un letrero de luces neon que simulaba funcionar en la letra ¨E¨. el
lugar parecía el típico que imaginarias en una película de terror, donde un
psicópata va asesinando uno a uno a los personajes.
El
lugar no podía estar completamente solo. No podía. Así que, esperanzada en esa idea,
aun con miedo y temblorosa, decidió adentrarse en aquel pueblo llamado ¨Mandala¨; empezando por ¨El viejo oeste¨.
- ¿Hola?- pregunto al abrir la puerta de vidrio, haciendo
sonar una campana que resaltaba la entrada de alguien. Había luz tenue en el
interior. Era un lugar amplio, lleno de mesas de estilo gabinete dispuestos
junto a los cristales desde los cuales se percibía el pueblo, y una barra a l
otro lado, donde detrás de estas se encontraban las estufas y barras para preparar
la comida. Solo. – Mierda, no debería estar aquí; ni que ellos importaran tanto,
soy tan tonta.- decía e voz baja a la vez que se sentaba en una de las sillas
de la barra y ponía sus manos sobre su rostro.
- ¿Se te ofrece algo?
- ¡Ahh!- gritó. Una mujer de unos 40 años aparecía de detrás
de las estufas. Vestía falda y blusa de botones de color azul, la típica ropa
de una cocinera. Piel canela y cabellos castaños bajo una gorra, de esas que
usan para cocinar.- No está solo, que raro, bueno…- decía casi balbuceando,-
no, bueno, si, un café,- contestó.
Era
de las cosas más raras que suceden en la vida. No entendía, pero a pesar de la
curiosidad, no le interesaba preguntar. Extrañamente, la señora, que
aparentemente se llamada Ana, comenzó a hablar sobre la vida de Hera. Sus
problemas… su vacío. Mencionando que ella estaba allí tratando de huir de estos
y ahora se encontraba atrapada allí por no querer afrontarlos. Decía tantas
cosas ciertas que Hera no quería escuchar, pues sabía que eran ciertas, y la
culpa recaía en ella, no lo quería aceptar.- No tienes idea de nada. - Gritó en
tono grosero para hacerla callar, pero no cedió.
Nunca
había sido una persona paciente, y esos instantes no serían la excepción. ¿Por
qué tenía que escucharla? No es su obligación y es mejor salir del lugar. Un
cielo oscuro y nublado. Sin estrellas y sin la luz lunar. El lugar esta apenas
iluminado por la luz de una vieja farola en el centro de la glorieta y fallaba
en ratos. Caminó enojada por el lugar de manera veloz para adentrarse en otro
edificio; si había alguien en el restaurante seguro habría alguien en otro
lado. En el motel quizá.
- ¿Hola… ¡rayos! No es cierto…- exclamó al ver que se
encuentra de nuevo en la cafetería y que Ana sigue hablando como si Hera nuca
se hubiera ido,- pero que rayos…- dijo extrañada al mismo tiempo que se
apresuró a salir de allí y volver al motel.
Sucedió
lo mismo. En cada ocasión entró en un edificio diferente, pero siembre
terminaba en la cafetería, eran como corredores sin salida, caminos equivocados
que topan y no la dejaban salir. Ocurrió varias ocasiones, al menos tres o
cuatro que contó. En estas, Ana hablando de la familia de Hera, de sus amigos…
de sus problemas y sus supuestas formas de evadirlos. ¿Cómo lo sabía?
Salió
una vez más a la oscura y fría noche, queriendo impulsivamente entrar a otro
local o casa y encontrar a alguien que la ayudara, pero sabía que ocurriría lo
mismo. No entendía cómo, pero lo sabía. Sabía que lo mejor era parar, pensar, y
se detuvo justo frente a una vieja puerta de madera que olía a humedad. Tocó la
perilla, pero no la abrió. Sabía que al hacerlo, estaría nuevamente en la
cafetería. Se percató que lo que pasaba en Mandala ra muy extraño; sin embargo,
eso no era lo que le importaba, sino el hecho de encontrarse sin salida, una
salida que reflejaba su encierro personal.
Prefirió
entonces adentrarse en Mandala, y a cada paso que daba, se encontraba más
perdida, y descubrió que el ¨pueblucho¨, como lo había denominado, era más
grande. El pequeño pueblo se tornaba en una gran ciudad, llena de calles y
caminos que tomar.
-Nihilismo,- leyó. Era el nombre de una calle. Rió, a la
vez que recordaba alguna clase de filosofía en la facultad donde se leían sus
escritos, abordando el tema de la pérdida y el vacío personal, la falta de
sentido de la vida. Quizá comenzaba a entender algo. Recordó que fuel el
sentirse vacía y perdida lo que la había llevado a allí, el sentimiento de
incomplitud que siempre estaba presente, y que a pesar de tener todo, tenía
nada.
Entonces
solo había dos caminos: seguir adentrándose en Mandala y perderse más, o
regresar a la cafetería y encontrar la salida. Y así hizo.
- Está bien, Ana. Entiendo lo que dices,- dijo al regresar a
¨ El viejo oeste¨,- debo afrontar lo que me perturba, debo encontrar mi camino,
sea el que sea, todos estamos aquí por algo,- miró a Ana y ella le sonrió. Hera
bajó la mirada. Ahora comprendía. - ¿Sabes…- comenzó a hablar, pero Ana ya no
estaba, y la luz tenue se había esfumado, siendo remplazada por la luz del día.
6:55
am. Era tan raro, pero no importaba. Era un nuevo día para encontrarse. Salió
del lugar y tomó su coche. Arrancó. Ella era el combustible que necesitaba para
seguir adelante.
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