Por:
Ghisselle Ávila Salazar
Al
principio dudé. No estaba muy segura de querer nadar en ese mar de recuerdos,
pero había gastado una pequeña fortuna en llegar hasta ahí, así que sólo
respiré, inserté la llave y abrí la puerta de metal oxidado, que hizo un
espantoso sonido al momento de moverse. Quizá la entrada estaba enojada también, por el largo abandono al que había sido sometida.
Me
adentré sin vacilar más en aquel adorable pueblito llamado Dios nunca muere. Rara
era la vez en que dejaba de llover, por lo que no me extrañó que las rosas
crecieran, fabulosas, alrededor de la casa y a lo largo de todas las paredes. Eran las reinas, ahí sólo mandaban ellas; sabían que mi abuela las había amado.
"Siempre
tan coquetas," las saludé. "No se preocupen, no pienso quedarme demasiado." Concluí mientras proseguía con mi
inspección. Todo seguía en el mismo lugar que la última vez, en aquel inmenso
patio que más bien parecía una selva. Todo se veía verde y hasta infinito. Como
un pequeño Edén, los árboles habían crecido gloriosos, tranquilos, sus frutas
rebosaban y pegaban unas con otras, mientras que el resto se amontonaba a los
pies de aquellos árboles de serenidad envidiable.
Las
herramientas de trabajo, avejentadas, se aburrían en esas vacaciones que habían
durado siglos; para su tristeza, sabían que nadie querría usarlas de nuevo.
El
brillante sol, siempre constante, se asomaba de entre varias nubes negruzcas y
perezosas, que amenazaban con lluvia de nuevo. Nunca se cansaban de fertilizar
la tierra de aquel feliz pueblito, ni de regar los corazones de aquella amable
gente.
"Una
vez que llegas aquí, aunque sea por casualidad, jamás te vas." Solía decir mi
abuela, cuyo recuerdo bañó de pronto mis pensamientos. Siempre creí que era una
excusa, que simplemente se había alejado de las aves de rapiña, que eran los
miembros de nuestra familia, menos de mí, porque sé que me quería. Y llevaba
algo de cierto. Sin embargo, cuando pisé el suelo de la anciana casa confortante, recordé que el rencor no podía ser lo único importante para ella, que
tenía razón. Ahí me sentía en mi hogar, ahí seguramente sería un buen
lugar para que yo pudiera alejarme de mi espantosa familia, también. Después de
todo, amaba los lugares húmedos y hasta un cierto punto grisáceos, igual que ella.
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