Por: Saulo Fernando Rodríguez Herrera.
No veas esto, no enseñes eso, no toques
aquello, no, no, no…
Hasta ayer yo tenía no más de once años.
Vivía con mi madre y la abuela en la finca que dejó Abelardo, el tercer esposo
de mi abuela. La finca era inmensa, a orillas de la carretera. Detrás, una enorme
huerta llena de nopales que tiñen sus copetes de rojo cardona, allá por los meses
de agosto y septiembre.
Mi madre le pagaba a la Clara, una
hermosa joven de 21 años que un día llegó de la nada buscando trabajo.
Su tarea era acendrar cada rincón de la
finca. Mientras Clara hacía su trabajo paseándose por los corredores y
habitaciones, yo la seguía, observando la perfección con que ejecutaba cada uno
de sus actos.
Clara solía mirarme con sus ojos
marrones, un color parecido al de la tierra que ha sido golpeada por las gotas
de lluvia. Su mirada era igual a la furia de las nubes del huracán. Tan severa
y llena de carácter, pero a la vez, con mi inocencia de niño encontraba la
sencillez en su mirada. La sinceridad de su ser la mostraban sus ojos. Dulce y
atenta, al mismo tiempo aciaga y llena de cólera, cólera apasionada. Su mirada
era sublime.
Por supuesto que a mi madre no le hacían
gracia las atenciones que le prestaba a la Clara, y que ella me prestaba. Cada
que podía me mandaba a hacer infinidad de tareas con tal de que no estuviese
con la “criada vulgar”, como solía llamarla no tan a sus espaldas.
Clara y yo en secreto la llamábamos “La Perversión”
pues nos llamaba pervertidos cada que nos encontraba juntos en alguna de las
habitaciones.
¡Oh, ingenua Clara!, por qué contradijiste
a “La Perversión” cuando llorando recordaba como a un santo a quien fue mi padre,
aquel que nos abandonó en cuanto se enteró de que yo vendría al mundo.
¿Habrá cosa más pervertida en el mundo
que apuñalar a la persona más fiel que has encontrado en la vida por el pecado
de profanar la imagen y el recuerdo de quien más dolor causó en ella?
Ahí estabas, recostada en mis manos,
húmeda y fría como la nieve. Veintisiete puñaladas abarcan tu cuerpo excepto el
rostro; "La perversión" quiso conservarlo intacto para tener un bello recuerdo.
No veas esto, no enseñes eso, no toques
aquello, no, no, no. Demasiado tarde para educar. He tomado el puntiagudo puñal
que aún escurre tu sangre. El puñal lo deslizo por mi cuello muy despacio y
presiono para externar la profunda herida en mi alma. ¡Justo en la yugular! En
un acto de justicia tu sangre y la mía se vuelven una, mi Clara.
Adiós madre. Ojalá consigas quién limpie el desastre.
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