Es una ventana por la cual descubrimos la posibilidad de nuevos mundos narrativos. Son escrituras que experimentan con emociones figuradas desde el relato.

Taller de expresión escrita. Facilitadora: Margarita Díaz de León Ibarra

4 dic 2014

María Castidad

Por: Katia Sánchez Ortega





“El día que me encuentre tibio, aferrado a un sentimiento desconocido, podré reconocerme bajo un reflejo de placer moribundo”.
Después de la muerte de mi madre a causa de violación por parte de mi padre, la línea de fe que había entre mis males carnales y yo, se convirtió en un desgarre de piel y alma.
Vivimos en un tiempo en el que el mundo sólo se acusa de ser comunista o socialista, y la lógica humana se basaba en no creer en mentiras, pero nadie aceptaba las verdades. Era Abril y los protestantes ya no tenían verbo. Entre las calles grises con los faros secos, se escuchaban las radios rezando plegarias políticas, himnos sin naciones.


Conocí entonces a María, invirtiendo mi tiempo en lo que mejor sabía hacer, y no es que lo hiciera bien, sino que lo disfrutaba. Divagando en todas las sensaciones posibles y por haber, invadiendo pueblos desconocidos, usurpando gente sin destino. Me faltaba algo, a pesar de saber mis gritos y silencios. Yo no me sentía, ni con torturas, ni con cárceles, mucho menos con puercos billetes. Y con el afán de saberme a través de una piel amarilla, opté por averiguarlo entre fieles.
Decenas de minutos había estado pasando en “La mugre y la furia”, nombre de un curioso lugar antiguo, donde se respiraban soledades con sabor a alcohol.
María limpiaba las mesas rojas por encima, depurándolas de fluidos, lo hacía con un gesto de asco que pensaba que nuca se le quitaría. De vez en cuando hablaba conmigo, del clima sin estación, de su cansancio adicto, de su estudio abandonado, de sus planes utópicos.

Tan ingenua que era María, encerrada en esas paredes sin cristales, sin reconocer miradas, ni pueblos, ni gentes, tampoco pieles.
¿Por qué a ella la había de privar el mundo de tantas mundicias?
Qué inocente que era María.

Al acabarse el día, esperé a que su jornada terminara, nos fuimos en medio de la calle, hablando de la oscuridad de la ciudad pavimentada, ya industrializada. Tuvimos miedo, pero no nos tomamos de la mano, porque aunque las mías no encontraran las suyas, seguro encontrarían otros planos.
Había que reconocer mi piel, a través de la de ella, sin ofender su pureza, sin alterar mi castidad.

Debía también que alejarme de ella, reconciliar mi tristeza y pasada conciencia.
Debía también de dejar de escribir de María, de sus castigos y de su ombligo.

Debía entonces transformar mis sonrisas, porque de sensaciones y traiciones, de trucos excitantes de la naturaleza, de pasiones y erecciones, ya las tenía guardadas, en memorias sin regresiones.

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