Por:
Felipe de la Rosa Rivera
Eduardo Daniel Banda Villanueva
Eduardo Daniel Banda Villanueva
Soñar despierto
Era
otro sábado lluvioso en la vida del joven Alonso Vega, el sol no había brillado
ni un minuto durante la última semana, ni en el cielo ni en sus pensamientos.
Sus
ojos arenosos se rehusaban a despertar tras una semana estresante en la
oficina. Sí, había sobrevivido a las constantes exigencias de su jefe, pero
lejos de sentirse orgulloso, su ánimo se sentía desgastado, como un trapo sucio
y maloliente que ha sido utilizado una y otra vez para limpiar los accidentes que
suceden en la cocina. “Vivo embarrado de errores que yo no cometo”, eran las
palabras que había utilizado para quejarse día tras día.
Había
llegado el fin de semana, ese pequeño remanso de dos días, que le permitía no
sólo comportarse como persona, sino ser una.
Un breve asomo del sol
logró filtrarse por las translucidas cortinas de su apartamento, pero el
carecía de la pasión necesaria para ponerse en pie. No, aún no estaba dispuesto
a abandonar la calidez de sus sábanas; no por carecer de vitalidad que sus
lozanos veinticinco años de vida le proporcionaban, ni por falta de
actividades emocionantes para saturar un día lluvioso. No, la razón era distinta,
deseaba soñar, y su nueva vida, como trapo sucio de oficina, no le daba muchas
oportunidades para hacerlo.
Apretó
los ojos los más que pudo, robó a sus pies la porción de sabana que necesitaba para cubrirse el rostro, y se permitió soñar despierto; lejos de la soledad y
la tristeza.
Lo
primero que vino a su mente fue el cuerpo torneado de Ángela Robles; se necesitaba
estar ciego para no sentirse atraído por él. Pero Alonso estaba seguro de que simplemente
era eso, un cuerpo escultural que se movía sin alma alguna. Estaba seguro de
que su padre, Antonio Vega, también compartía su opinión, pero para él
no era un cuerpo sin alma, sino un cuerpo con mucho dinero en los bolsillos. Decidió, hacer a un lado estas cavilaciones, seguro estaba que su padre le
haría repasar el asunto nuevamente, cuantas veces le fuera posible durante el
día.
Los
minutos transcurrieron sin que Alonso fuera capaz de soñar nada, y a punto estaba de dar fin a sus desvaríos matutinos, cuando el cálido recuerdo de la sonrisa de María Acosta, se introdujo en sus entrañas. Su amigo Román
Villaverde, se había cansado de señalársela una y otra vez. “Esta es tu
oportunidad, la traes loquita, o te avientas tu o me aviento yo”, le repetía en
tono burlesco todos los días en la oficina. Pero Alonso no estaba del todo
seguro, después de todo, el lugar en el que se sentía menos humano era en el trabajo,
¿cómo era posible que alguien llegará a amar la faceta que el más odiaba? Aun así tenía
que reconocerlo, era esa sonrisa la que le había alegrado la mañana; y tal vez,
era la misma que estaba destinada a alegrárselas todas.
Estiró
la mano, buscando su teléfono sobre el buró, pero no lo encontró. Se puso de pie
y lo buscó entre sus ropas, bajo la cama, en las repisas, en el closet… después de quince minutos lo encontró
escondido bajo la cama en un zapato. Busco el teléfono e intento llamarla, pero
el sopor del sueño había perdido su efecto, y él estaba demasiado despierto para
arriesgarse. Quizás en otra ocasión, en otra mañana lluviosa, en otro soñar
despierto.
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