Por:
Martha Victoria oliva Medina
Sentí
como escurría la sangre por mi abdomen, era caliente. Como una ducha, de la
nada empezó el dolor, punzante, constante, poco a poco iba aumentando, no podía
mantenerme de pie.
Caí,
mi cara impactó con el suelo.
«Eso
dejara un cardenal» pensé
-Eso
te pasa por burlarte de nosotros- gritaba ese hombre desde la esquina de mi habitación.
«De
todas las noches que tenía, tuvo que elegir esta, la única noche del año en la
cual estoy sola».
Otro
disparo, ahora impactó contra mi pierna.
-Maldito
hijo de perra- grité, sentí mi pierna dolorida, lleve mis manos a ella y encontré
un agujero del tamaño de mi pulgar en medio de ella. Me lleve las manos a la
cabeza para poder protegerla, pero al momento de ponerlas enfrente de mis ojos
pude verlas llenas de un líquido color escarlata.
«
¿Es mi sangre? ¡NO PUEDE SER MI SANGRE! Dios mío me voy a morir desangrada en
esta habitación.»
-Al
menos dime quien eres maldito imbécil- grité con todos mis pulmones y con toda
la fuerza que tenía.
Hubo
un momento de silencio y de repente él se empezó a acercar a donde yo yacía en
el piso, con mis manos tratando de levantarme.
Por
la ventana entraba un nítido rayo de luz de la lámpara que se encontraba en la
esquina de mi casa.
Se
acercó poco a poco.
Lo
primero que vi fue un zapato negro en el cual reposaban algunas gotas de mi
sangre, luego un pantalón de mezclilla el cual estaba rota a la altura de la
rodilla de la pierna izquierda, una camiseta negra que hacia juego con una
chaqueta de cuero negro, pero su rostro. Eso fue lo que más llamó mi atención.
No
era el viejo decrepito que esperaba, era joven, apuesto, el tipo de chico que
si te lo topas en la calle caminando, te detienes tan sólo cinco minutos para
poder ver su espectacular rostro, saborear su torneado figura. Aquel a que
todos los hombres le tienen envidia, pero son sus amigos para poder presumir.
El
que atrae a las mujeres con un simple guiño de ojos de sus profundos ojos color
avellana. Aquel chico que años atrás, yo amé.
-¿Rodrigo?
– pregunte con asombro y con la voz demasiado débil, ya que todo este tiempo yo
seguía perdiendo sangre por mi pierna y mi abdomen.
-Hola
Amara- Dijo- Esperaba tanto este día- su voz sonó con tanta rabia que me sorprendió
que no me gritara.- Al fin podremos matarte-.
-¿Podremos?-
pregunte confundida.
-¡Oh
ya sabes! Nosotros, los que hicimos todo esto- soltó un suspiro- Al fin nuestro
sueño se hizo realidad, gracias a ti- se arrodillo con el arma en la mano
derecha y su mano izquierda buscando mi rostro.- Te lo agradezco, nos hiciste
todo más fácil.- Su cálida mano acariciaba mi mejilla derecha.
Sentía
náuseas y repulsión, pero sabía que no era por mucho, poco a poco perdía fuerzas
hasta quedar en el suelo de mi cuarto recostada sobre mi hombro izquierdo, mi
cabello cubriendo mi cuello y mis manos frente a mi cara.
-No
por favor, no –dije sollozando –Ayúdame- rompí en llanto - ¡NO QUIERO MORIR!-
logre articular, sujetando su pierna con las ultimas fuerzas que me quedaban.
-¡Oh!
Querida pero si tú ya estas muerta- dijo Rodrigo incorporándose- Desde ahora no
eres nada- sacudiéndose su pierna deshaciendo mi agarre.
Y
con esas últimas palabras se alejó de mí y empezó a reír. Caminó hacia la
puerta, la abrió y antes de salir se voltea hacia mí y dijo- Esto no pudo
acabar de mejor manera- salió de mi cuarto con una carcajada.
Escuche
como sus pasos se alejaban cada vez más hasta el punto de ya no oírlos. En ese
momento la inconciencia llego a mí arropándome con sus frías manos y poco a
poco la oscuridad cubría todo mi entorno.
Mi
nombre es Amara Fabiola Hernández Lozano, tengo 17 años, estoy en último año de
preparatoria. La mejor cualidad que tengo es mi cabello pelirrojo y las
numerosas pecas que se amontonan alrededor de mis ojos verdes. Tenía muchos
amigos, o al menos eso creo yo.
Era
feliz, hasta que un imbécil me mató…
Oh al menos eso creen todos.
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