Por: Eduardo Daniel Banda Villanueva
Francisco Ignacio Barrientos Jiménez
Cobijado por las sombras me despierto, asustado, apabullado
por la negrura de la noche. Mi habitación se ve reducida, me siento atrapado.
Una quijada se acerca, invadida por dientes filosos intenta morderme; cada vez
más cerca, al filo del colchón, se distinguen unos ojos inyectados en sangre,
brillando, de carmín seductor me invitan a caer, me incitan a correr hacia la
puerta dentada que abierta me espera con ansia. Estoy temblando, empapado por
frio sudor que envuelve los poros que abiertos intentan, necesitan, sanear mi
cuerpo. Unos cuernos ─si esas espirales retorcidas no son algo más─ tan
extensos que increíblemente caben en mi reducida pieza, se cuelan entre las
sábanas blancas que me arropan, tocan mi entrepierna y un placer explosivo
invade mi sexo. Es tan espantoso, una criatura enviada por el mismo Lucifer me
hace el amor. Siempre me coloco antes de dormir, la mayor parte del tiempo lo
estoy, y veo cosas intangibles e inexistentes, que no son más que producto de
mi imaginación perturbada y excitada.
Esta vez no. Atroz pero real, siento mis sentidos a su
máximo, el miedo me atenaza, me enreda y aprisiona con sus garras terroríficas.
Quiero escapar, saltar de la cama y emprender la huida, pero no puedo. Algo me
detiene, la incertidumbre y el resplandor de las pupilas demoniacas me
hipnotizan, incitándome a esperar.
De pronto, una voz dulce, cadente y poderosa dirige
palabras hacia mi cabeza, como si de telepatía se tratase.
─Dime, José ─inquiere la criatura─ ¿Estás dispuesto a todo
para liberarte?
Parece raro pero comprendo. Sé a qué se refiere.
Escalofriante, pero tentador.
─Sí ─respondo sin titubear.
El hocico fantasmal se distorsiona en una mueca perturbadora
y desaparece sin más. Cierro los ojos por un instante a causa de tan
horripilante pintura.
Al abrirlos, ya no estoy encerrado por las cuatro paredes
de mi habitación. Aparezco en un desierto, el calor es insoportable y la arena
roja, quema las plantas de mis pies descalzos. No hay sonido, ni movimiento
alguno. Sólo a lo lejos distingo una figura que yace encorvada entre las dunas.
Me acerco sabiendo, de antemano y presintiendo, que encontraré al causante y
maquilador de mi tan despreciable destino. Aquel que me arrebatara de mi vida
antigua. Quien por amor y odio, deseo y aborrezco. Esteban, mi dulce amigo, mi
amor accidentado. Toco su hombro y por impulso creo yo, se retuerce. Mas, sin
embargo, no hace esfuerzo alguno por incorporarse. Llorando y balbuceando se
queda allí, posición fetal al completo. Escucho a mi conciencia que me llama y
me suplica, con voz de Rosa y de Roberto.
Hazlo, me reclaman. La decisión es tuya; vive o muere, sufre
o libérate, purifícate y salva tu espíritu. Haz lo correcto.
El pánico me invade ¿Qué debo hacer?
Opciones claras se posan en mi subconsciente atormentado.
Dos vías para escapar o quedar a merced de lo que pueda adueñarse de mi alma
pecadora, sucia y corrompida.
El demonio por segunda vez, su voz embriagadora, recordándome
el placer escandaloso del cual, poco antes fui presa.
Sí. Eso quiero, lo deseo desde antaño que a su lado me
encontraba. Esa es mi elección, haré de mí el cuerpo de Esteban. Me empaparé
con sus fluidos, gritaré de excitación hasta que de dos cuerpos uno sea y sea
por siempre. Es mi deseo, no me importa nada más. Ahora que la oportunidad se
ha presentado en bandeja de plata, ofrecida sin tapujos, liberaré mi alma
entregando mi inocencia desbocada a mi amado Esteban.
La locura me ha embriagado. Lo tomo por los hombros y con
un movimiento certero y veloz lo pongo de espaldas, recostado en aquella arena
incandescente. No me importa que me consuma en esa lava impura, lo único que
interesa es el amor deseoso de consumarse para siempre jamás. Mi miembro está
fuera de mis ropas, estoy a punto de tomar a mi querido y rodarle por el suelo,
a punto ya de ponerlo en posición, para mí, sólo y siempre para mí. Y lo hago, doy
la vuelta al cuerpo inerte de aquel Esteban que más bien parece muerto que
viviendo. Pero, ¿para qué? Solamente para enterrar su maldito rostro en esas dunas
llameantes y desfigurar sus dulces trazos que añoraba. Destrozado está, y
ensangrentado mi cuerpo, jadeando de cansancio.
Hice lo correcto. Sané mi alma, purifiqué mi espíritu.
Muerto él y vivo yo.
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