El desayuno
Por Ulises Escobedo
Hernández
A Ana
le sudaban las manos, ni siquiera sabía qué era lo que la ponía así. En cambio,
Fernando lucía ensimismado, digno de su carácter. Con la mano derecha sostenía
el tenedor, y, con la izquierda, tomó la sal. Ana, sin embargo, lo veía de
reojo, en ocasiones él encontraba su mirada, pero la evadía de nuevo. De pronto
Fernando sudaba, los ojos le lagrimeaban y no sabía cómo controlarlo. Afuera
hacía un día cálido, la gente iba de prisa sin notar el gran abismo que había entre
ellos dos.
Los
demás comensales probaban sus bocadillos apurados, como sabiendo que todo
pronto iba a estallar en el momento menos indicado, y esperado, por aquellos
dos sujetos de la mesa cinco. En el restaurante estaban trabajando dos chicas
de mediana edad, una atendía a un señor que acosaba a las mujeres casadas que
pasaban afuera del establecimiento, la otra, por su parte, se encargaba de
echar a las cucarachas afuera, por la puerta trasera. “Vaya día” -dijo Fernando-
ni siquiera he pagado las deudas, tampoco he ido al super, ¿irás tú?” “No lo
sé, no tengo cabeza para pensar en ello”, arremetió de pronto Ana. Fernando
solo la miró e hizo un gesto de hartazgo.
El
calor subía como gateando entre ellos dos, ríos separados por un puente que a
la vez los unía. La comida era masticada a un ritmo lento, luego rápido, como
el vaivén de la vida, que nos mastica a su gusto, una mirada perversa de la
realidad entre dos personas.
“Tampoco
irás a cenar con tu madre hoy ¿verdad? Se te va la vida entre penas”, comentó
altivamente Fernando. “No, ni lo pienses. Me tendrás toda la tarde-noche en
casa, limpiando mis recuerdos, como siempre”, dijo agresivamente Ana. Seguido a
esto, el comensal del lado izquierdo se paró y pagó. Sonó la puerta al
cerrarse. Crecía el miedo, la ansiedad, el hastío, entre las dos personas de la
mesa cinco. “Mesera, un vino tinto, por favor”, dijo de pronto él. “Es muy
temprano para que comiences a beber, sabes lo que pienso de ello -recalcó Ana-
a mí me traes un vaso de leche, y es todo”. Ambos tenían planes en mente, quizá
los cumplirían al terminar la noche, saldrían a la calle como dos gatos en celo
y se comerían entre ellos, luego al mundo, de paso. “A ti no te importa un
cacahuate lo que pasa entre nosotros. Para ti todo es alegría cuando mi mundo interior
se desmorona en pedazos”, dijo Ana, y al mismo tiempo lanzó el tenedor al suelo
y causó un estruendo horrible. Las dos mesas de la derecha terminaron
abruptamente su desayuno y huyeron despavoridos, incluso no pagaron. Las
encargadas sólo miraron e intercambiaron unos cuantos murmullos. “¡Basta! El
desayuno es la comida más importante del día, no me lo arruines con tus
discursos baratos”, replicó con bastante violencia Fernando. Sus ojos estaban
inyectados en sangre. Poco a poco los demás comensales iban saliendo
apresuradamente del lugar. Una horda de gente era la que se veía desde afuera,
todo mundo se preguntaba qué sucedía allá dentro. “El caso es, que
naturalmente, tú no tienes idea de lo que yo siento. Sólo bebes, haces tus
deberes. Pero ¿dónde quedo yo?”, dijo Ana. Fernando la miró impaciente, casi
rompe el plato por la cólera que sintió.
De
pronto, cuando una violeta se desprendía del tallo, él sólo se limitó a
sonreír. Pagó, luego salió, y, como todos, se preguntaba qué sucedía allá
dentro.
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