En cuanto los ojos la tocan caen ahogados, no en lágrimas, no
en llanto, sólo ahogados, perdidos en su inmensa profundidad, húmeda, dulce,
que atraviesa la córnea, rompe el cristalino, se injerta en la retina y llega
al hueso occipital para plasmarse por días, y días, y días.
Sus epitelios gritan y lloran y cantan colores sobre su
carne. Sus tonos rojizos, blancos, suaves, tiernos hacen fenecer a la noche
para que vuelva a nacer. A su vez se ocultan las teclas negras entre las blancas
que hacen de su voz una melodía suave y firme que la cóquela no basta dejar de
desear el tacto y el sabor de esos lejanos pétalos negros.
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