Es una ventana por la cual descubrimos la posibilidad de nuevos mundos narrativos. Son escrituras que experimentan con emociones figuradas desde el relato.

Taller de expresión escrita. Facilitadora: Margarita Díaz de León Ibarra

5 may 2015

Las palabras de una carta maldita

J. Antonio L. Carrera


Salió a galope siguiendo la vereda de un largo camino. Un soldado de una legión romana, acompañado de la obscura noche. Era la madrugada de un día que no era como cualquiera, era un día que cambiaría la historia del mundo, era una época que ya no entendía nadie.

Lo habían despertado súbitamente en la noche. Lo llevaron con un aquel político, para no llamar la atención. Eran tiempos en los que no se podía fiar de nadie. Aprovecharon la fría noche, en la que no se levantan ni los muertos -por preferir estar cobijados con un manto y gozar del cálido hogar- para despertar al soldado que era reconocido por sus años fieles al servicio del soberbio ejército. Fue elegido para realizar una misión secreta que se llevaría a cabo para evitar, la mayor desgracia en todos los tiempos desde la fundación de Roma.

A paso veloz galopaba después de haber estado con aquél político. Ya llevaba bastante tiempo, cuando se dio cuenta de la prisa con la que salió. Únicamente había llevado su capa, algunas reservas de comida, monedas, su espada y aquella misteriosa carta. La noche era cruel con aquel romano, las manos empezaban a cuarteárseles y sangraban por las ráfagas heladas. Pero eran claras las órdenes: No te detengas. No descases, hasta que hayas entregado esta carta. Y ningún soldado se podía decir soldado, si no cumplía con sus órdenes. “Quizá voy directo hacia mi muerte”- se dijo. Él no tenía ni idea de lo que pudiera contener el mensaje. “¿Qué información tan valiosa tendría ese mensaje, como para salir de noche? ¿De verdad era tan importante?”- pensó con curiosidad.

Unos rayos de luz naranjas asomaban el horizonte. El caballo que le habían ofrecido era fuerte, atento, seguramente acostumbrado a campañas militares. “Cómo agradezco un caballo así, para poder realizar esta misión con éxito” pensaba con orgullo. La carta debía de ser llevada nada más y nada menos que al emperador de Roma. Era un sobre con tinta negra, cerrado y sellado con el símbolo de aquel aristócrata. El tiempo de entrega era vital. Aquel patricio, le había entregado su anillo para que al llegar con la carta, le creyesen que venía de su parte y lo dejaran pasar sin problema alguno, directamente con el emperador.

El pretoriano obediente, seguía. A ratos se topaba con una familia, en otro momento se encontró con un comerciante que le vendió vino y queso para no quedarse sin provisiones. Se detuvo un momento para comer. Al sentarse, cayó el sobre, lo miró y se preguntó: “¿Qué mensaje tendrá esta carta?”. Tomó el papel. Miró las manchas de tinta con detenimiento y el contraste de esa tinta negra con el papel dorado, tostado. Le ganó la curiosidad. Sabía que al abrir una carta hacia el emperador o hacia alguna persona importante y leerla, era motivo de castigo e inmediatamente era removido del ejército, lo mandaban a alguna mina de sal o a alguna galera en un buque de guerra por alta traición, pues se podía usar esa información en contra de Roma, en este caso en contra del mismo emperador. “¿Pero, quién se iba a enterar?”- dijo como un niño. Tomo la misiva, y con los dedos llenos de costras, la tomó, a punto estuvo de abrirla cuando una flecha apareció zumbando. Reaccionó en ese momento y se puso tras un árbol. Una sombra se movía tras del bosque. “¿Un vándalo? ¿Un ladrón?”- pensó agitadamente. Vio que el caballo estaba atento y no tan lejos de él. Visualizó la sombra corriendo tomó una piedra y la lanzó con fuerza. En ese momento de distracción, corrió el romano para subirse al caballo y huir. Sonriendo pensaba: “Estúpido ladrón”, cuando una flecha le rozó el brazo. Casi cayendo del caballo, un par de flechas más lograron pasar por fortuna lejos de él y del animal. “¡Lo lamentaras!”- gritó con furia. Pronto e inteligentemente el soldado salió del camino para perderse en el bosque.

Empezaba a obscurecer. Volvía a ser una noche fría, y esta vez lo sería más, ya que no podía encender un fuego porque podría ser visto desde lejos, o que lo estuvieran viendo mientras las llamas lo calentaban. “Pasaremos frío para no dormirnos”- comentó al caballo con ironía. Tendría que estar atento toda la noche porque estaba seguro, “El volverá”- pensó. Con una parte de su capa se vendó el brazo para que dejara de sangrar. La adrenalina había bajado y el dolor de empezaba a sentirse. No cenó aquella noche. Había dejado la comida por escapar. Su panza empezaba a hablar con él. En momentos escuchaba ruidos, sonidos y pisadas, pero no eran más que animales pequeños que pasaban. Con espada en mano miraba aquella pared negra que tenía enfrente, en momentos miraba al cielo y contaba las estrellas. El viento le susurraba al oído, el movimiento de los arboles empezaba a hacerse rítmico, una exquisita combinación de ambas hicieron que se relajara, que perdiera la guardia. Se quedó dormido.

Unas pisadas que iban hacia él, lo despertaron. Un fuerte choque contra él lo dejó desconcertado. “¡Ahhh!” –maldijo. Era aquella misma sombra. Empezaron a forcejear y comenzaron a golpearse. El soldado gritando le dijo: “Pedazo de imbécil, no traigo nada de valor, soy un simple soldado” y mi entras peleaban: “tienes algo que me pertenece, entrégame la carta en este momento y quizá te salves”. En ese momento lo entendió todo, lo venían siguiendo desde que partió. Alguien más estaba al tanto de la misión y no quería que se llevara a cabo. El soldado no se dejaba, pues sabía que tenía que entregar esa carta, aunque esa carta le costara la propia vida. El reflejo de una daga lo hizo moverse rápidamente para no ser cortado por aquel individuo. Comenzaba a dolerle el brazo y a perder fuerzas. Aquella sombra, aquel monstruo que parecía salir del mismísimo Hades, aprovechó el momento para hacerle un corte en el cachete, rozándolo. Unas gotas de sangre recorrían el rostro de aquel romano. Ya no tenía fuerzas pero se encontró con una piedra y la estrelló en la cabeza del asesino. Cayó pendiente abajo aquella sombra tenebrosa, aquel individuo mortífero. Mientras el joven soldado salía corriendo en busca de su transporte. Salió nuevamente de aquella boca de lobo sobre su caballo, en una noche que no era como cualquiera. Donde los dioses son injustos con la vida y a sus antojos, van moviendo sus piezas para su propia diversión.

Comenzaban a visualizarse los objetos de una mañana que comenzaba, de un segundo día que amanecía. Un soldado débil seguía, en aquel bosque maldito para entregar esa estúpida carta. Sobre el caballo estaba el romano, no se había dado cuenta de la herida que le había hecho el asesino que buscaba la carta. Le había hecho un corte en la pierna. Al ver aquel corte en su pierna, casi se cae del caballo desmallado. Era demasiada sangre. Había entendido porqué se mareaba con frecuencia, aparte de llevar un día sin comer y mal dormir. ¿Acaso valía una vida por una carta? ¿Un trozo de papel, valía lo mismo que un soldado romano? ¿Llegaría aquel pretoriano a Roma? ¿Llegaría aquella carta a su destino? ¿A tiempo?

El pretoriano, débil cayó del caballo. Buscó un refugio fuera del camino para abrir aquel sobre. Ya estaba harto, quería ver qué contenía aquella carta. Abre temblando  de dolor aquella hoja dorada y se encuentra con las siguientes palabras hacia el emperador de Roma:

“Querido amigo:
Tu  vida  y  la  vida  de Roma corren peligro. Ahora se están haciendo
del  poder  tus  enemigos  y  planean  una conjura para acabar contigo.
No te fíes de nadie, ni de tu esposa, ni de tu consejero, ni del sacerdote,
sólo del soldado que te  entregó la carta  que  va  en  mi  nombre.  Sal
del palacio lo antes posible y ve a un lugar seguro.

Tu vida  debe  ser  cuidada  a toda costa, ya que tu muerte significaría
la muerte de Roma, de la civilización, de la justicia.

Tu amigo”


“¿Una traición? ¿Muerte al emperador de Roma?” –decía con furia mientras leía. Aquel soldado lo entendía todo, una carta que cambiaría el rumbo de Roma, en las manos sangradas de una persona. Toda la historia de la civilización más poderosa del mundo, recaía en un humilde soldado. Volvió a sentir una nueva fuerza. Se levantó y comenzó a cabalgar moribundo hacia Roma. Colina arriba llegó el soldado sangrado por todas partes y vislumbró aquella ciudad; cuna de la civilización, de las leyes, del poder. Sus muros se veían a lo lejos pequeños, pero sabía el soldado que era una muralla que ningún pueblo enemigo, que ningún pueblo bárbaro, las había podido pasar. Lo que no sabía Roma y menos el emperador, era que sus enemigos ya estaban dentro de esas murallas infranqueables, y que esa fortaleza que no dejaba entrar a nadie, era el mejor lugar para llevar a cabo una muerte perfecta, porque tampoco nadie podía salir.

El animal y el soldado colina abajo avanzaban con un paso firme, el movimiento de un objeto lo hizo estremecerse. Volvía aquel asesino -inmortal- que no se detendría hasta matar a aquel mensajero. El romano desenvainó su espada, enfrentándose directamente ante su oponente. La luz del día lo confirmó todo, no era un humano, era un mismísimo engendro del submundo, con la cara desfigurada por el tremendo golpe con la piedra en la cabeza de la última batalla. Comenzaron a pelear sobre sus caballos, chocando espada contra espada. El asesino hizo caer al mensajero por enésima vez de su caballo y aprovechó el mensajero para cortarle las patas al caballo con la misma daga que iba a ser asesinado una noche antes. El caballo del enemigo cayó y sobre él, su jinete. Lo que era la sombra, quedó debajo de una mole. Los dos quedaron tirados, a poca distancia. No podía fallar, de su vida dependía la vida del emperador. Se levantó su enemigo y volvieron a forcejear, al caer de nuevo los dos peleadores, una espada cayó lejos mientras la otra era atravesada sobre el abdomen del adversario. La luz se fue apagando y las fuerzas quedando en el olvido. “Hice mi trabajo. He llevado las ordenes por encima de mi vida”. El mensajero tomó su último aliento y cayó rendido en el suelo mientras su sangre regaba aquel suelo traicionado. El asesino rompió la carta. Lo atrajo un brillo en la mano de aquel soldado y vio en él un anillo de oro donde venían las iniciales de aquel político. Lo identificó inmediatamente y salió cabalgando hacia aquel imprudente político que casi arruinaba la conjura del emperador. Seria asesinado igual que aquel soldado. La carta nunca llegaría a su destinatario. Aquel día fue la muerte de aquel emperador y con él, la muerte de una manera de gobernar. La muerte de una era en Roma.

Ese mismo día, una canoa sobre un río surcaba las aguas. Sobre ella iban tres hombres que el destino los había alcanzado. Cada uno de ellos portaba una moneda en cada mano. Las manos de la primera persona, se encontraban llena de llagas y cicatrices, en una mano de la segunda persona portaba un anillo de oro, brillante y las manos de la tercera persona estaban limpias y puras. Caronte, el dios de los infiernos que los miraba fijamente, transportaba las almas de los recién llegados, navegando por el río Aqueronte. Cobraba en monedas por ese último trayecto que los llevaría directo hacia el inframundo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario