J. Antonio L. Carrera
Salió
a galope siguiendo la vereda de un largo camino. Un soldado de una legión
romana, acompañado de la obscura noche. Era la madrugada de un día que no era
como cualquiera, era un día que cambiaría la historia del mundo, era una época
que ya no entendía nadie.
Lo habían
despertado súbitamente en la noche. Lo llevaron con un aquel político, para no
llamar la atención. Eran tiempos en
los que no se podía fiar de nadie. Aprovecharon la fría noche, en la que no se
levantan ni los muertos -por preferir estar cobijados con un manto y gozar del
cálido hogar- para despertar al soldado que era reconocido por sus años fieles al
servicio del soberbio ejército. Fue elegido para realizar una misión secreta que
se llevaría a cabo para evitar, la mayor desgracia en todos los tiempos desde
la fundación de Roma.
A paso
veloz galopaba después de haber estado con aquél político. Ya llevaba bastante
tiempo, cuando se dio cuenta de la prisa con la que salió. Únicamente había
llevado su capa, algunas reservas de comida, monedas, su espada y aquella
misteriosa carta. La noche era cruel con aquel romano, las manos empezaban a cuarteárseles
y sangraban por las ráfagas heladas. Pero eran claras las órdenes: No te
detengas. No descases, hasta que hayas entregado esta carta. Y ningún soldado
se podía decir soldado, si no cumplía con sus órdenes. “Quizá voy directo hacia
mi muerte”- se dijo. Él no tenía ni idea de lo que pudiera contener el mensaje.
“¿Qué información tan valiosa tendría ese mensaje, como para salir de noche? ¿De
verdad era tan importante?”- pensó con curiosidad.
Unos
rayos de luz naranjas asomaban el horizonte. El caballo que le habían ofrecido
era fuerte, atento, seguramente acostumbrado a campañas militares. “Cómo
agradezco un caballo así, para poder realizar esta misión con éxito” pensaba
con orgullo. La carta debía de ser llevada nada más y nada menos que al
emperador de Roma. Era un sobre con tinta negra, cerrado y sellado con el
símbolo de aquel aristócrata. El tiempo de entrega era vital. Aquel patricio, le
había entregado su anillo para que al llegar con la carta, le creyesen que
venía de su parte y lo dejaran pasar sin problema alguno, directamente con el
emperador.
El
pretoriano obediente, seguía. A ratos se topaba con una familia, en otro
momento se encontró con un comerciante que le vendió vino y queso para no
quedarse sin provisiones. Se detuvo un momento para comer. Al sentarse, cayó el
sobre, lo miró y se preguntó: “¿Qué mensaje tendrá esta carta?”. Tomó el papel.
Miró las manchas de tinta con detenimiento y el contraste de esa tinta negra
con el papel dorado, tostado. Le ganó la curiosidad. Sabía que al abrir una
carta hacia el emperador o hacia alguna persona importante y leerla, era motivo
de castigo e inmediatamente era removido del ejército, lo mandaban a alguna
mina de sal o a alguna galera en un buque de guerra por alta traición, pues se
podía usar esa información en contra de Roma, en este caso en contra del mismo emperador.
“¿Pero, quién se iba a enterar?”- dijo como un niño. Tomo la misiva, y con los
dedos llenos de costras, la tomó, a punto estuvo de abrirla cuando una flecha
apareció zumbando. Reaccionó en ese momento y se puso tras un árbol. Una sombra
se movía tras del bosque. “¿Un vándalo? ¿Un ladrón?”- pensó agitadamente. Vio
que el caballo estaba atento y no tan lejos de él. Visualizó la sombra
corriendo tomó una piedra y la lanzó con fuerza. En ese momento de distracción,
corrió el romano para subirse al caballo y huir. Sonriendo pensaba: “Estúpido
ladrón”, cuando una flecha le rozó el brazo. Casi cayendo del caballo, un par
de flechas más lograron pasar por fortuna lejos de él y del animal. “¡Lo
lamentaras!”- gritó con furia. Pronto e inteligentemente el soldado salió del
camino para perderse en el bosque.
Empezaba
a obscurecer. Volvía a ser una noche fría, y esta vez lo sería más, ya que no
podía encender un fuego porque podría ser visto desde lejos, o que lo
estuvieran viendo mientras las llamas lo calentaban. “Pasaremos frío para no
dormirnos”- comentó al caballo con ironía. Tendría que estar atento toda la noche
porque estaba seguro, “El volverá”- pensó. Con una parte de su capa se vendó el
brazo para que dejara de sangrar. La adrenalina había bajado y el dolor de
empezaba a sentirse. No cenó aquella noche. Había dejado la comida por escapar.
Su panza empezaba a hablar con él. En momentos escuchaba ruidos, sonidos y
pisadas, pero no eran más que animales pequeños que pasaban. Con espada en mano
miraba aquella pared negra que tenía enfrente, en momentos miraba al cielo y
contaba las estrellas. El viento le susurraba al oído, el movimiento de los
arboles empezaba a hacerse rítmico, una exquisita combinación de ambas hicieron
que se relajara, que perdiera la guardia. Se quedó dormido.
Unas
pisadas que iban hacia él, lo despertaron. Un fuerte choque contra él lo dejó
desconcertado. “¡Ahhh!” –maldijo. Era aquella misma sombra. Empezaron a
forcejear y comenzaron a golpearse. El soldado gritando le dijo: “Pedazo de
imbécil, no traigo nada de valor, soy un simple soldado” y mi entras peleaban:
“tienes algo que me pertenece, entrégame la carta en este momento y quizá te
salves”. En ese momento lo entendió todo, lo venían siguiendo desde que partió.
Alguien más estaba al tanto de la misión y no quería que se llevara a cabo. El
soldado no se dejaba, pues sabía que tenía que entregar esa carta, aunque esa
carta le costara la propia vida. El reflejo de una daga lo hizo moverse
rápidamente para no ser cortado por aquel individuo. Comenzaba a dolerle el
brazo y a perder fuerzas. Aquella sombra, aquel monstruo que parecía salir del
mismísimo Hades, aprovechó el momento para hacerle un corte en el cachete,
rozándolo. Unas gotas de sangre recorrían el rostro de aquel romano. Ya no
tenía fuerzas pero se encontró con una piedra y la estrelló en la cabeza del
asesino. Cayó pendiente abajo aquella sombra tenebrosa, aquel individuo
mortífero. Mientras el joven soldado salía corriendo en busca de su transporte.
Salió nuevamente de aquella boca de lobo sobre su caballo, en una noche que no
era como cualquiera. Donde los dioses son injustos con la vida y a sus antojos,
van moviendo sus piezas para su propia diversión.
Comenzaban
a visualizarse los objetos de una mañana que comenzaba, de un segundo día que
amanecía. Un soldado débil seguía, en aquel bosque maldito para entregar esa
estúpida carta. Sobre el caballo estaba el romano, no se había dado cuenta de
la herida que le había hecho el asesino que buscaba la carta. Le había hecho un
corte en la pierna. Al ver aquel corte en su pierna, casi se cae del caballo
desmallado. Era demasiada sangre. Había entendido porqué se mareaba con
frecuencia, aparte de llevar un día sin comer y mal dormir. ¿Acaso valía una
vida por una carta? ¿Un trozo de papel, valía lo mismo que un soldado romano?
¿Llegaría aquel pretoriano a Roma? ¿Llegaría aquella carta a su destino? ¿A
tiempo?
El
pretoriano, débil cayó del caballo. Buscó un refugio fuera del camino para
abrir aquel sobre. Ya estaba harto, quería ver qué contenía aquella carta. Abre
temblando de dolor aquella hoja dorada y
se encuentra con las siguientes palabras hacia el emperador de Roma:
“Querido amigo:
Tu vida y la vida
de Roma corren peligro. Ahora se están
haciendo
del poder tus
enemigos y planean una conjura para acabar contigo.
No te fíes de nadie, ni
de tu esposa, ni de tu consejero, ni del sacerdote,
sólo del soldado que te
entregó la carta que va en mi nombre. Sal
del palacio lo antes
posible y ve a un lugar seguro.
Tu vida debe ser
cuidada a toda costa, ya que tu muerte significaría
la muerte de Roma, de
la civilización, de la justicia.
Tu
amigo”
“¿Una
traición? ¿Muerte al emperador de Roma?” –decía con furia mientras leía. Aquel
soldado lo entendía todo, una carta que cambiaría el rumbo de Roma, en las
manos sangradas de una persona. Toda la historia de la civilización más
poderosa del mundo, recaía en un humilde soldado. Volvió a sentir una nueva
fuerza. Se levantó y comenzó a cabalgar moribundo hacia Roma. Colina arriba
llegó el soldado sangrado por todas partes y vislumbró aquella ciudad; cuna de
la civilización, de las leyes, del poder. Sus muros se veían a lo lejos
pequeños, pero sabía el soldado que era una muralla que ningún pueblo enemigo,
que ningún pueblo bárbaro, las había podido pasar. Lo que no sabía Roma y menos
el emperador, era que sus enemigos ya estaban dentro de esas murallas
infranqueables, y que esa fortaleza que no dejaba entrar a nadie, era el mejor
lugar para llevar a cabo una muerte perfecta, porque tampoco nadie podía salir.
El
animal y el soldado colina abajo avanzaban con un paso firme, el movimiento de un
objeto lo hizo estremecerse. Volvía aquel asesino -inmortal- que no se
detendría hasta matar a aquel mensajero. El romano desenvainó su espada,
enfrentándose directamente ante su oponente. La luz del día lo confirmó todo,
no era un humano, era un mismísimo engendro del submundo, con la cara
desfigurada por el tremendo golpe con la piedra en la cabeza de la última
batalla. Comenzaron a pelear sobre sus caballos, chocando espada contra espada.
El asesino hizo caer al mensajero por enésima vez de su caballo y aprovechó el
mensajero para cortarle las patas al caballo con la misma daga que iba a ser
asesinado una noche antes. El caballo del enemigo cayó y sobre él, su jinete.
Lo que era la sombra, quedó debajo de una mole. Los dos quedaron tirados, a
poca distancia. No podía fallar, de su vida dependía la vida del emperador. Se
levantó su enemigo y volvieron a forcejear, al caer de nuevo los dos
peleadores, una espada cayó lejos mientras la otra era atravesada sobre el
abdomen del adversario. La luz se fue apagando y las fuerzas quedando en el
olvido. “Hice mi trabajo. He llevado las ordenes por encima de mi vida”. El
mensajero tomó su último aliento y cayó rendido en el suelo mientras su sangre
regaba aquel suelo traicionado. El asesino rompió la carta. Lo atrajo un brillo
en la mano de aquel soldado y vio en él un anillo de oro donde venían las
iniciales de aquel político. Lo identificó inmediatamente y salió cabalgando
hacia aquel imprudente político que casi arruinaba la conjura del emperador.
Seria asesinado igual que aquel soldado. La carta nunca llegaría a su
destinatario. Aquel día fue la muerte de aquel emperador y con él, la muerte de
una manera de gobernar. La muerte de una era en Roma.
Ese mismo
día, una canoa sobre un río surcaba las aguas. Sobre ella iban tres hombres que
el destino los había alcanzado. Cada uno de ellos portaba una moneda en cada
mano. Las manos de la primera persona, se encontraban llena de llagas y
cicatrices, en una mano de la segunda persona portaba un anillo de oro,
brillante y las manos de la tercera persona estaban limpias y puras. Caronte,
el dios de los infiernos que los miraba fijamente, transportaba las almas de
los recién llegados, navegando por el río Aqueronte. Cobraba en monedas por ese
último trayecto que los llevaría directo hacia el inframundo.
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