Natalia Loredo Moreno
Recuerdo cómo cuando era niña imaginaba que vivía dentro del sueño de un gigante. Las cosas eran fáciles y mentir lo era aún más.
Inventar esas cosas como quien necesita calmar la
ansiedad por explicarlo todo, y a la vez, asumir que no se sabe nada.
Compensaba así mi capacidad para comprender.
No estoy curada. Aún hoy en día me encuentro
preguntándome muchas absurdeces que, a las cabezas de algunos que, seguramente
son muy intelectuales darían vergüenza. Mientras tanto lo único que sé, es que
en estos casos la literatura es el único sitio habitable. El escaparate
perfecto.
Durante mi infancia yo nunca quise otro cuento ni
otra historia, más que El príncipe feliz. Será que aquellos libros que papá
traía a casa, no los entendía. Mis primeras lecturas memorables y elegidas eran
creaciones de Oscar Wilde. Ese hombre cínico y mordaz, de relatos de gigantes,
aves y fantasmas, llenos de armonía, pero desgraciados.
Por muchos es sabido que Wilde fue enjuiciado y
encerrado en la cárcel. Mientras se le enjuiciaba hizo ver a quienes lo
juzgaban, como carentes de imaginación y sentido común. Fue un hombre de
actitud irónica y desafiante, incapaz de abandonar el sentido del humor. Sin
embargo de todas las virtudes la que más le admiré, fue la franqueza.
Es “la verdad” aquello que se asoma detrás de la
decadencia del hombre; y su grandeza, su vergüenza. Oscar nos ridiculiza al tiempo que desnuda y descubre nuestra alma.
Desconociendo yo, aun las razones que le llevaban a
escribir sus cuentos para niños y desconociendo su vida, me emocionaba con
relatos conmovedores cuya enseñanza rondaba en los sentimientos más puros como
el amor, la amistad, la sabiduría y la piedad.
Quién sabe si Oscar habiendo conocido las dos caras
del mundo, la riqueza y la miseria, encontró la verdadera belleza.
Pero yo ahora, cada vez que necesito recordar lo que
para mí verdaderamente importa, sin importar lo que se sepa o lo que se crea, si
existen letras, después del juicio, después del ruido del mundo, siento al
gigante llamar: -golondrina,
golondrinita, al pie de cualquier cielo y cualquier canto. Recuerdo al que alguna vez mi amado fue: su cubierta era de oro y de plomo olvidado su corazón.
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