Metro de la ciudad de México |
Por: Angélica Vilet
Pasillos largos, iluminados y cerrados. Escucho pisadas rápidas y sonámbulas que buscan su destino, voces desconocidas, miradas inertes. Me encuentro bajo el piso de la ciudad de México, los corredores largos e infinitos por caminar, el ir y venir de la gente inmersa en su historia, los niños que venden, la anciana que pide ayuda, el vendedor que grita solemne ¡Diez pesos, diez pesos! ¡Una recopilación de música de salsa! y avanza por todo el metro con la carga bajo sus espaldas para convertir el espacio en un salón de fiesta.
La gente compra, camina,
come, realiza parte de su vida bajo tierra. Ya dentro del moderno transporte,
de pie junto a una pequeña que toma mi ropa para sostenerse, tomo el barrote,
espero con paciencia igual que los otros, el tiempo corre...mientras tanto, me
pregunto un sin fin de cosas y observo.
Me admira quien puede
dormir y roncar en el transcurso de su viaje, quien puede leer su libro, tejer
o cargar varios paquetes. Todos se trasladan de un punto a otro, cruzan sus
caminos, sus miradas van perdidas mirando al horizonte, sus pensamientos vagan
en la jungla. Un poco más lejos me topo con alguna sonrisa ausente y admiro a
quienes realizan sus retoques matutinos, el ojo pintado, la boca que
brilla, la piel
sonrosada, todo para
conseguir bellezas disfrazadas. Sólo miro y observo, cuatro de la mañana en el
metro, trabajar, comer en la calle y llegar de nuevo a casa diez de la noche,
cansados, agotados, después de todo un día de trabajo, imagino sus vidas y
¡observo la mía!
De repente sin esperarlo,
escucho un ruido, aparece la luz, el metro frena, despierto de mis
pensamientos, pienso que es un sueño, llegue a mi destino: ¡Barranca del
muerto! termina mi traslado bajo tierra.
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