Por: Marcela Del Río Martínez
La estancia estaba invadida por la luz que pasaba a través de los
grandes ventanales, dignos de la morada de un faraón, estaba sumida en un
silencio lúgubre. Todos los oficiales relejaban una expresión adusta y seria
por igual, mis siete esposas reales se consolaban mutuamente en un rincón, se
daban apretones de manos o abrazos entre sí. Muchas de ellas se trataban como
hermanas.
Mi cuerpo ya había sido amortajado, pues era el último adiós antes de que
se me preparara para el último gran viaje al otro lado.
¿Qué sería del reino tan próspero que había erigido con todo mi esfuerzo?
El proyecto que me propuse desde joven había sucumbido ante hombres ordinarios,
pues no eran descendiente de los Dioses, ni si quiera una estrella de buen
augurio que hubiese marcado sus vidas con cualidades positivas y beneficiosas
para este reino. Pero sin embargo habían triunfado.
Una de mis esposas mira fijamente a lo que fue mi cuerpo, específicamente a
mi garganta. Ella pudo haber evitado mi muerte pero estaba resentida porque no
aceptaba la incompetencia del primer hijo varón que me había dado. Sé que ella intentaría ponerlo como mi sucesor,
pero muy a su pesar yo había dispuesto las cosas para que el hijo que me había
dado mi reina Isis, llegara al trono. Era el más apto para la tarea de mantener
el reino por el que yo y mis ancestros hemos luchado por mantener y mejorar.
Así son las cosas, en mis juventudes mi padre me eligió y me concedió
regencia durante mi adolescencia, así me preparé como era debido para mis
deberes reales. Hice lo que tenía que hacer…
Las bellas flores resplandecían en el palacio como cualquier otro día. La
intensa luz del sol calaba a las pupilas como siempre, pero el viento estaba
ausente. Como si fuera inexistente, como si no llenara los pulmones de aquellos
seres humanos que a mi muerte, lloraban desde el corazón.
¿Cómo se atrevía la luz diurna a ser tan limpia e intensa? ¡Había muerto un
faraón! ¡Uno de los últimos grandes soberanos! Y tal vez mi muerte marcase el
ocaso de una era. Ya nunca las cosas serían tan pacíficas y el reino poco a
poco perdería toda a prosperidad y opulencia con la que llegó a regodearse
alguna vez.
Los sirvientes reales movieron mi cuerpo de la gran mesa que domina el
espacio, me trataron con ceremoniosa calma, como si mi alma aún habitara ese
cuerpo rígido y frío. Lo llevaban en una litera, con toda una procesión de mis
seres amados, rumbo a mi tumba en el valle de los reyes. Entre todos ellos,
estaba Ari, mi mejor amigo.
Era el hijo de un guardia de palacio, cuando niño pasábamos tiempos juntos
e incluso algunos preceptores compartían sus conocimientos con mi compañero de
juegos.
Ari bajó su cabeza, tan serio como muchas veces lo había visto desde la
adolescencia, pero con las huellas del cansancio en su arrugado y anguloso
rostro, en su incipiente cabello canoso y su espalda encorvada.
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Aún recuerdo su nacimiento, era un día bello y soleado, como casi todo el
año. Ramsés llegó en un día marcado con buenos augurios. El faraón estaba
contento por el nacimiento de otro hijo varón, sobre todo porque era de una de
sus esposas favoritas. Yo tenía unos 3 años, pero recuerdo el llanto lleno de
poder de un niño cuyo destino se antojaba grandioso.
Eran pocas las esposas que llegaban a destacarse entre otras, sobre todo el
tener que triunfar sobre las intrigas ajenas, pues el gineceo real contenía
cientos de mujeres resguardadas por eunucos y oficiales armados para el
entretenimiento del faraón. Muy pocas veces los faraones se manejaban de forma
diferente.
Era un niño alegre, de carácter ligero y sin embargo firme, tan inteligente
que aprendía con una avidez impropia de su corta edad. Le gustaba frecuentar
las pequeñas estancias donde los preceptores reales impartían sus conocimientos
a otros de sus hermanos, quienes manifestaban poco interés o erraban
constantemente. Incluso yo, me sorprendía de mi buen amigo.
Dejó una estela de brillantes estrellas en su camino, y yo soy su legado.
No puedo ascender por él al trono, pero haré lo que esté en mis manos para
apoyar a la persona correcta. Él me marcó a mí mucho más que a cualquiera en el
reino, yo fui su hermano de armas, su confidente y su mano derecha. El dolor
por la pérdida de su madre nunca le dejó en paz, y ahora su pérdida jamás me
abandonará.
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