Por:
Mauricio Alexis Pérez Jaramillo
La
rosa.
La rosa, la tiento, acaricia mi piel.
Sus pétalos marcan para mí esa diferencia esencial; su color rojo despierta
mis sentidos dormidos.
Ahora pienso, ya marchito, en las cosas
pequeñas que han pasado anteriormente por mis ojos claros: multitudes de personas
asesinadas en el suelo; sangre que
ensució mis botas lustradas; ese olor, tan denso, asqueroso que ahora no puedo
olvidar.
Heme aquí… ahora, con una pequeña rosa
en la mano, con un fuerte color rojo que me tortura profunda y lentamente.
La
casa.
Esa casa, tan vacía como fría, la veo
por las tardes. Hay veces que siento que me ve al pasar, me dan tantos escalofríos
que mis pasos flaquean al acelerar mi paso, como si esa casa tuviera fuerza
gravitacional. Esa casa, la veo por un instante, al darme cuenta estoy dentro
de esta casa.
Depredadora.
Hombres, mujeres y niños. Ella nunca ha discriminado
a nadie hasta ahora, no ha parado desde que existe. De diversas formas y
tamaños, ha pasado de lo más simple a lo más complejo. Cuando ella está lista,
levanta su boca, mira a su alrededor con precisión buscando a su presa, como
cuando alguien busca una moneda que dejó caer distraídamente; encontrada esta
deja escapar fuego y plomo.
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