Por:
Saulo Fernando Rodríguez Herrera.
Aquí estoy, recostado y con una apariencia
nerviosa. Mis ojos cerrados; parece como si hiciera un esfuerzo por mantenerlos
así. Soy un hombre ya maduro. La próxima semana sería mi cumpleaños número
setenta y ocho. Mi cabellera, aún extremadamente poblada, no tiene rastro de
una sola cana. El cabello aparenta ser el de un joven de quince o dieciséis, a diferencia
de mi rostro, sumamente arrugado. Fui un tipo muy expresivo y cada mueca que
hice en mi vida, fue dejando huella en la cara.
Yazco sobre la vieja caja de madera que
compré el año pasado en el bazar de la anciana de la otra calle. Mis hijas no
estaban muy de acuerdo, pero las obligué a prometer que depositarían mi
decrépito cuerpo, cuando dejara de quejarse, en el interior de esa caja blanca.
Nunca supe por qué pero mi cuerpo siempre pensó que ese sería un lugar cómodo
para desbaratarse con el tiempo.
No fui un tipo que persiguiera las cosas
materiales ni tampoco tuve muchos amigos, es por eso que hoy, día en que la pelona con guadaña se decidió a llevarme, únicamente están presentes mi centenaria madre -sólo quince años mayor
que yo- roncando en su silla de ruedas, mientras mi mujer inconsolable se
abraza con nuestras dos hijas. Mi esposa, veinte años más joven que yo, sólo piensa
en el tiempo que le queda de vida ya que tendrá que esperar en casa de Bruna, la mayor de las hijas, esa que nunca consiguió un buen hombre, hasta que la flaca se disponga a aparecer.
En la pequeña habitación, de cuatro por cuatro
metros, también está Isidro, dueño de la casa y viejo amigo mío. El viejo
Isidro, al enterarse de mi muerte, la de su compañero de innumerables borracheras,
ofreció su casa para la velación de mi cuerpo, durante las horas o los días que
fuesen necesarios. Por supuesto, en mi velorio no existe ni habrá la presencia
de un sacerdote o algún dogmático religioso, ya que mi familia acordó que sería
un gasto innecesario pues, nadie en esta habitación, incluyéndome, es ni fue un
fiel creyente.
El viejo Isidro contempla, ebrio de alcohol y dolor, el cuerpo de su viejo camarada, echando ocasionalmente el
ojo a la Bruna, quien no muestra una sola expresión en su rostro, mira al
vacío como si la hubiese llevado conmigo. Mientras, Ana mi otra hija se consuela
mutuamente con mi mujer a quien le dice: "Ya está mejor". A lo que Salomé (mi
esposa), responde: "Viejo canalla, ni pa'pagar el agua dejó".
Ebrios, con la botella del barato aguardiente de Isidro, que ya ha
dado unas tres vueltas por las manos de los que se reunieron a verme partir,
con todo el dolor de sus almas, pues les han arrancado un pedazo de su ser. Ebrios de angustia por la vida a la que se enfrentarán ahora solos y con el vacío que siempre reinó en sus vidas, y que ahora cobra fuerza por mi
ausencia. Empiezan a recordar. Mi madre se ha despertado pensando en mí y, sin
que nadie se lo pidiera, se agarró a contar mi vida de chiquillo.
Mi hijo, un alemán burgués gracias a los
esfuerzos de su padre. Disfrutaba pasar el tiempo jugando en el patio con sus hermanos. Sin embargo, Federico tenía problemas para
relacionarse con los demás niños de su edad, ya que consideraba que sostener
una plática, y más jugar, era una pérdida de tiempo.
Por otra parte, cuando sus hermanos no estaban
en casa, disfrutaba de la tranquilidad y el silencio que conlleva la soledad.
Gozaba en estos momentos de realizar las lecturas de los libros que yo le
compraba. Al acabar agarraba los textos de su padre, libros que para
el común de los pequeños de su edad, resultaban sumamente complicados por el
lenguaje que éstos usaban. Incluso sus hermanos, todos mayores que él, lo abrumaban diciéndole que dejara esos aburridos libros y se consiguiera unos
cuantos amigos.
Esto último era lo que molestaba más a
Federico. Siempre llevaba consigo una libreta de apuntes. Curiosamente, la reservaba
a los momentos en que no podía controlar sus emociones. Lo único que lo
tranquilizaba, era pasar todos esos sentimientos al papel. Por último, si ésto
no funcionaba, solía acudir a mis brazos, sabía que yo tenía el método
perfecto para consolarlo. No sé por qué aquellas rancias galletas le encantaban, pero por años cada semana me obligaba a comprarlas.
Si bien, Federico creía que odiaba a toda la
gente extraña, o por lo menos no gustaba de la compañía de los niños de la
escuela, había una chica en su salón de la que no se cansaba de escribir en su
pequeña libreta. Sin embargo, el tímido Federico nunca se atrevió a acercarse a ella.
Siempre que llegaba a casa, lo esperaba con la bolsa de galletas y un fuerte
abrazo. Esto le bastaba para olvidarse de sus problemas amorosos.
Como era un niño muy inteligente, solía
vengarse de sus hermanos de manera tan sigilosa, que aunque sabían bien quién se
esforzaba por amargarles los días, jamás tuvieron pruebas para demostrarme sus
pequeñas fechorías.
Después de estas palabras, la madre de
Federico se quedó callada y sin más se desvaneció en su silla.
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