Dentro de la preciosa y floreciente
Grecia vivía un niño que era casi como todos los demás, quizá un poco más curioso
que el resto, pero siempre hábil, juguetón y extremadamente feliz y humilde de
corazón. Le gustaba observar los enormes e imponentes cerros, le gustaba ver la
luna y sobre todo, le gustaba contemplar todo cuanto el hombre había creado.
Travieso y siempre en movimiento, el pequeño Sócrates disfrutaba cada día de
las aventuras que la fértil Grecia le proporcionaba. No tenía muchos
amigos pero los que tenía le eran
invaluables, le encantaba salir a jugar todas las tardes con ellos para
divertirse y pasear por los campos que siempre les brindaba innumerables cosas
con las que entretenerse.
Debido a esto, no era raro que
Sócrates anduviera siempre con sus vestiduras rasgadas por aquí y por allá,
cubierto con raspones que seguramente al llegar a casa su cariñosa madre se
encargaría de sanar. Sin embargo ya no podía escucharla ¡Odiaba tanto que lo
tratara como si fuera un bebé! Más aún cuando estaba en frente de sus amigos.
No le gustaba cuando la oscuridad de la noche bañaba todo a su paso, podía
gustarle la luna pero ese era su único consuelo cuando se encontraba rodeado de
oscuridad, tal vez porque sabía que su padre no llegaría a consolarlo, igual que
en las noches anteriores.
Además de todo, tenía un lado interno
de su personalidad que consideraba sumamente íntimo, y cuando se daba cuenta de
que el clima era predilecto, el pequeño Sócrates se alejaba de manera
misteriosa de sus amigos y subía una de esas montañas, altas pero generosas,
que le permitían ver su mundo desde otra perspectiva que le dejaba respirar ese
delicioso aroma proveniente de los campos y las flores que le regalaban un
momento de privacidad de su familia, de sus amigos, de Grecia.
Era en esos instantes cuando la
verdadera esencia de Sócrates surgía de lo más recóndito, ahí podía ser libre
de verdad, ahí podía pensar y volver a pensar en asuntos tal vez triviales o
tal vez importantes ¡Quien sabe! Solo era un niño pero todo eso le encantaba.
Podía ver el atardecer miles de veces, no importaba, porque siempre le parecía
igual o más resplandeciente que la última vez de su encuentro con el ocaso.
Soñaba con ser famoso, con alcanzar y
tocar las estrellas, y con algún día, ver a su familia reunida de nuevo. Le
gustaba ver a futuro ¿Qué clase de experiencias le deparaba el destino? ¿Hasta dónde
podían llevarle sus sueños? ¡Ojala que algún ser humano en la Tierra lo
recordara luego de irse! Desde luego, también pensaba en su duce y bonita
vecina, y claro, en que deseaba que la cena ya estuviera lista. Después de todo,
todavía era un niño.
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