Por: Jairo Cristóbal Norato Franco.
El llanto invadió todo el pueblo, la noticia corrió como presa con
las compuertas abiertas, no podía ser como reguero de pólvora,
siempre fui un hombre de paz, hasta en los últimos días de mi
vida. Polémico, si y odiado por muchos, pero la muerte que constantemente
me observaba casi desde que nací tenía la certeza de que yo era un alma
ligera.
Veía salir a las personas de sus casas y tomar de sus jardines,
flores. El paisaje Comiteco siempre estuvo rodeado de bellas flores. Veía salir
a las vecinas de sus casas, las más sensibles echaban inmediatamente al llanto
y al abrazo, las más devotas a cubrir sus lágrimas con el rebozo, los hombres
por ejemplo; sombrero al pecho, la cabeza gacha. No importaba para ninguno de
estos personajes el inclemente sol, parecía que la perdida de mi persona fuera
más importante, algunos parecían haber sido tocados por la muerte o al menos de
haberla visto cuando me arrebató la vida, pero todo era dolor del corazón y
mente.
La casa con sus techos de teja, que habite por años normalmente
llena de personas por la farmacia, hoy parecía inundada por los pacientes y
vecinos de todas partes de Tuxtla. Los más cercanos se abrían paso a codazos
llegando casi hasta afuera de la farmacia, la cual por vez primera se
encontraba cerrada. En el patio principal; el ataúd, parecía madera de roble,
pero no lo supe a ciencia cierta, parecía más de piedra, una roca negra, como
si me cuerpo pesara las toneladas físicamente, cuando solo estaban partes de mi
cuerpo maltrecho, mi cuerpo, que para nada pesaba esas cantidades. Lo que si
pesaba esa cantidad, era mi amor a la defensa civil.
Tomadas a la caja y me entristece decírselos; mis hijas, Matilde y
Ermila al borde de la locura, con el llanto más arrebatador, una escena tan
contraria a la explosión de colores que había ese medio día soleado, el color
del césped, el azul celeste del cielo, las gardenias con sus hirientes flores
blancas. Me distraje observando el pan y el café que se veía tan antójable y
que hoy ya no podía ni olerles ni probarles así como no podría más enjugarles
sus lágrimas a mis familiares. Observe a mi hijo Ricardo, todo un caballero,
rígido con la vista al ataúd, al pecho, como si mirando con ese odio y fuerza
pudiera reanimar mi corazón. Palabras, palabras y palabras acompañadas de
llantos, suspiros, y rechistar de dientes, acompañadas de gallinas, ramos de
flores, sobres con billetes de 50 y 20 pesos, cartas de pésame, hasta una
pequeña niña entrego su muñeca a una de mis hijas.
De pronto los asistentes tomaron la caja, la subieron a sus
hombros y se cumplió la promesa que siempre les pide me cumplieran al morir, ya
fuera por causas naturales o por asesinato, intuyendo mas esta última. No
quería velorio, ni rezos, ni prolongar el dolor a nadie, en ese momento se
hacia mi voluntad aun después de muerto. Vi algo sorprendente, la caja que
habían levantado mis hijos y hermanos, fue deslizada por la multitud hacia las
manos de muchas otras personas, todos querían acariciar la caja, la cual se iba
abriendo camino entre el pueblo, me sentí un santo.
Mis hijos al principio indignados intentaron reclamar, pero su
garganta no les respondió, y nuevamente entendieron lo que siempre les dije;
"Yo soy más del pueblo que de ninguna mujer para tener a otra más que a su
madre y a ustedes como hijos". Hasta en la muerte se cumplía esa cita.
Recordé a mi mujer, en la mirada de mis ahora huérfanos sucesores, quería
meterme a sus pensamientos les veía tan tristes y recordé muchos años antes mi
propia tristeza cuando murió Delina y sin querer me adentre a mis propias
reflexiones, buscando esa parte de mi esposa que me hizo mucha falta cuando
murió, y a la vez la felicidad de haber crecido con ella tan de cerca, cuando
la conocí, en mi juventud.
El pequeño centro histórico en invierno no era precisamente lo más
bello de Comitán y al estar en los altos de Chiapas, los fríos se volvían
inclementes. Fue ahí entre flores y pinos que se conocieron. Muchos niños de
clase humilde corrían como si les acosaran y por lo general lo hacían por dos
cosas, o corrían por que alguien les perseguía ya que se habían robado algo, o
solo lo hacían para entrar en calor y así no morir de frio. Delina fue una niña
muy traviesa y ese día corría ya que le pisaba los talones el panadero que
quería la pagara los bolillos que se había robado, cansado y dándose por
vencido decidió que después le daría la queja a su madre, la cual con el
inclemente frio agonizaba, después de una enfermedad no atendida, la mamá de
Delina sucumbió. La familia Domínguez adopto a los huérfanos ya que la madre de
Belisario era hermana de la muerta.
Belisario observaba con gracia a su prima. Él tenía apenas 16 años
y ella 8, algo le llamaba la atención que no podía dejar de verla, su sentido
de protección y caridad, ya que la pieza de pan las repartió con los niños que
titilaban de frio. El pago con su mesada el importe de los panes y le dio otra
bolsa a la niña para que continuara con su misión.
Justo a esa edad Belisario salió del país, a concluir estudios de
derecho en Paris, regreso a los 25, Delina tenía ya 17 y no la vio como la
prima lejana o como la hermana que habían criado sus padres, la vio como una
mujer y Delina le vio como a un hombre, ambos atraídos se besaban bajo los
árboles de copas grandes en los jardines comitecos, detrás de las arquerías,
sentados en los balcones, tras las fuentes, ocultos en la iglesia. A los 27 se
casaron por el civil, ya que la iglesia católica no quería casar nunca a unos
primos de sangre. 13 años duro el matrimonio, cuando su esposa murió, igual que
la madre de ella no logrando ser atendida por especialistas, ni por el mismo
que tanto se preparó en la medicina. Perdió a su compañera de vida, dedicándose
de lleno a la política, al derrocamiento de la dictadura, enfocando todo su
coraje contra los abusos. Nunca volvería a buscar a otra mujer, después de la
partida de su mujer, se casó con la patria. Y parecía que la buscaba en cada
acto de protesta que manifestaba y así fue.
La procesión con mi ataúd se hizo y así siguió avanzando hacia el
panteón que ya esperaba, así como Comitán en el futuro, con la extensión de su
nombre con mi apellido, la dulce venganza de un caudillo que observaba atento a
cada personaje, incluidos mis asesinos.
Era el momento de cruzar el mundo físico de la mano de mi mujer. De apagar esos demonios que me perseguían enojado por mi abrupta muerte, de dejar a la posteridad las palabras y convicciones de un simple mortal que hoy con gozo se reencuentra con la mujer de su vida.
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