Por: Katia Sánchez Ortega
De madera fina está hecho el féretro en
donde he estado descansando desde antes de las 6 de la tarde. Cedro, con
relieves en las esquinas de pequeñas flores doradas. Intacto. Abierto a
todo público del dorso hacia arriba, mutilándome las piernas a la vista del
espectador.
No parecía estar dormido, postrado como estatua de mármol, ajeno a alguna clase de alma que pudo haberme habitado. Con la última expresión en el rostro, con las manos encima de mi pecho y un anillo en mi mano izquierda ancho y brillante, con un peinado ridículo, respirando algodón, la gente transitaba alrededor, volvían, venían, con la cara empapada o demasiado reseca.
No parecía estar dormido, postrado como estatua de mármol, ajeno a alguna clase de alma que pudo haberme habitado. Con la última expresión en el rostro, con las manos encima de mi pecho y un anillo en mi mano izquierda ancho y brillante, con un peinado ridículo, respirando algodón, la gente transitaba alrededor, volvían, venían, con la cara empapada o demasiado reseca.
Los pliegues de mi traje negro, están
perfectamente marcados, le faltaba un botón al saco, justo el que pudo haber
opacado la vista de un cuello huesudo. Las delgadas velas fallecen al
trascurrir la tarde, guiadas por los movimientos de los invitados y los no tan
invitados elegantes, las llamas no se apagan, a pesar de la corriente de aire,
causada por las puertas que hay en cada muro de la habitación, la más fría del
edificio en planta baja, pretexto para que, cuando el morbo les aburriera,
salieran a fumarse un puro.
La procesión de mujeres taciturnas ayuda a ambientar el silencio que reina, pese a sus velos y sollozos que desprendían gachas con rosarios en mano y el rostro arrugado. Sólo se distingue el sorbo en secuencia de los cafés, uno tras otro, que al quemarse la lengua, van y lo dejan olvidado en alguna de las mesas de cristal en los escondites de ese cuarto de concentración.
La procesión de mujeres taciturnas ayuda a ambientar el silencio que reina, pese a sus velos y sollozos que desprendían gachas con rosarios en mano y el rostro arrugado. Sólo se distingue el sorbo en secuencia de los cafés, uno tras otro, que al quemarse la lengua, van y lo dejan olvidado en alguna de las mesas de cristal en los escondites de ese cuarto de concentración.
Por más de medio siglo tatuado en la
piel, seguía sin ser visto por más de cinco minutos, siendo presa solamente de
sus discursos argumentativos de una vida que no conocieron, ni siquiera le
sonrieron. Ya no hay lugar para estacionarse, conforme a eso, se está vaciando
el cuarto, van dejando detrás las bromas y tragedias que se reunieron a
platicar. Podían tocar la tensión de las
miradas perdidas de aquellos que fueron cómplices de mi existencia y que ahora
no son más que personajes de una escena caprichosa del sujeto sentado en frente
de la plaza, que desde su distancia sólo era a partir de ahora, comida para los
gusanos.
Adolfo había estado por tercera vez en
la semana escondido tras los arbustos del patio trasero de su abuela materna.
Había huellas de sus diminutos pies por todo el pasillo principal de la casa
verde. Le gustaba sentir como el lodo se esparcía entre sus dedos cuando hacía
presión en el suelo; sin embargo pasaba más tiempo buscando a los animalitos
con caparazón, esos con más de ocho patas, al menos ocho era el número en el
que siempre se quedaba antes de aplastarlos con el índice y el pulgar. Su
estatura no le favorecía, menos con esos pantalones de cuadros que siempre
portaba, lo único que valía la pena de su atuendo, eran esas camisas blancas de
cuello planchado con un bolsillo de lado izquierdo, en donde guardaba todos los
objetos pequeños que encontraba, sus favoritas, las legumbres, las envolvía en
un pañuelo que le había dado su madre para sus fluidos nasales. Todas las
noches, mientras su padre fumaba tabaco en esa pipa blanca de marinero
desahuciado, se sentaba en el suelo, en la alfombra roja caliente de su
despacho, ponía cada figurita a su alrededor, para formar un circulo, que lo
protegiera de cualquier pensamiento real que su viejo, seguramente estaba
viviendo. Mientras con la mirada directa en el candelabro amarillo del techo
posaba, lo cubría un humo denso y el trataba de alcanzarlo haciéndolo parecer
más cercano al cielo, con el cáncer en los dedos. Odiaba los lunares que tenía
en las manos, tres puntos en la muñeca, pensaba que conforme iba creciendo lo
iban a cubrir hasta dejarlo todo negro.
Tratando de ser un niño con el berrinche
en las alturas, pedía por enésima vez la colección de trenes que tenía su
madre, heredado por su padre hace mucho tiempo. Un estruendoso “no” siempre
acompañaba esa petición y se iba con lágrimas en toda la cara, lamiéndose la
sal con múltiples gestos horribles. Nada que no arreglara Julia, su nana, con
un pan con nata. Cada viernes su madre se sentaba con él a repasar sus
lecciones, las cuales ya las sabía, pero era el único momento en el que podía
estar con ella, sin órdenes ni reclamos. En una mesa en el jardín, ella
hablaba, leía y le miraba, le gustaban sus orejas grandes y esa marca de
viruela en la frente, los vestidos con holanes que le cubrías sus esqueléticas
rodillas. Al tiempo siempre dormía solo, en su cuarto, con una sola luz en el
techo, solitaria con una polilla volando alrededor, y su ropa planchada a un
lado de su cama, esperando al día siguiente, perdiendo su infancia cada que la
puerta se cerraba.
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