Por:
Katia Sánchez Ortega
Es gris, tierra de
marte y de carne abierta. Treinta y siete cabellos gruesos de la raíz a la
altura de sus codos. Siete años con las puntas de los dedos hundidos en un
óleo. Bebe aún más de lo que puede comer, y siempre le queda la ropa holgada. Tiene
la apariencia de una inocencia corrupta, invadida, sin embargo, los fúnebres
pensamientos los tiene ahogados en el color de su visión insondable, protegida
con esas pestañas de mujer nocturna, y vigilada por un satélite a un lado de su
ojo izquierdo. Sus labios depurados, siempre dejaban ver sus dientes de mazorca,
blanco de titanio. Y su piel plagada de soles frustrantes, falsifica unas venas
alteradas por la fluctuación del tiempo, en los brazos, en el cuello y en las
sienes del cerebro.
Directo y con las manos
en el pecho, se dirige a la gente con transparencia y respeto. Sacude todos los
secretos de sus cielos, y su sangre la deja ver a través de sus pinceles. Mira de
frente, ni de gacha ni de pena baja la cabeza, aún si sus errores fugaces y
constantes, reclaman una parte enérgica de la gente.
Se canta y se baila con
cualquiera que quiera hacerlo, sin imponer sus reglas, ni franquicias, menos guerras.
Está hecho de material
incomparable. Como siempre, existe a veces a medias y a veces más completo, que
marca caminos no recorridos, con las migas de pan que regresan de su hogar.
Cada día navega y es tanta su sorpresa, que su cuerpo mismo la rechaza. Maneja
sus huesos y presenta espejismos, artista que arrebata paredes y ojos de las
propias órbitas. La muerte le cubre la cara mientras el frío lo acurruca, y su
regazo, duele tanto en la madrugada, que mientras descansa de sus sueños e
ideas, se sienta a observar a los perros, y a las palomas, les indica el rumbo.