Por: Ana Lucía Vázquez Alvarado
Todo siempre es más magnífico cuando se mide menos de un
metro cincuenta de estatura, cuando se tiene que estirar el cuello y sentimos
que todo alrededor pasa lento, movido dentro de una caldera en donde los
sentidos se combinan y diluyen, para solidificarse como caramelos que se
disfrutan años más tarde, encontrados en la memoria.
Debería de existir un nombre para el sonido que queda en
las casas de cantera cuando se van las personas. Es algo que va mucha más allá de
ondas, mucho más allá de tres simplonas letras.
En esa casa de caja de zapatos, el sonido era diferente en cada cuarto. Era diferente en su cantera de mitad de siglo veinte, en la primavera
que traían los nidos de golondrina en la sala, en el polvo que se barría con
los pies y se pegaba a los dedos al jugar a escondidas con las porcelanas y cerámicas
del comedor, en las risas de complicidad al tomar Coca-Cola a escondidas de la
cocina, en un vaso rojo de tapa que vivía en la parte alta de la alacena verde.
Ese sonido de vida, vivía en el chasquido de las cerámicas
al caer al suelo, y el filo que cortó mis dedos al levantar uno de los trozos.
Las noches de esta ciudad de desierto eran heladas, con un
viento alimentado de cantera. Pero yo no recuerdo haber pasado frío en ese
lugar, no mientras la casa entera, de una sola planta y un solo pasillo, oliera
a ponche y guitarras, a cigarros y al tecojote que nadie se comía pero nunca
faltaba.
La casa entera se conectaba en todas las habitaciones, y si
una tía reía en la sala de terciopelo púrpura, se escuchaba detrás de los
cilindros de gas del patio y en la gotera junto al foco del baño.
El humo del tabaco se metía a la piñata, que gritaba
colorida con los palazos y siempre vi tan alta.
En la oscuridad del invierno nublado, solo se veían los rayos
del papel de china y se escuchaba el chirrido de la fricción de la cuerda y los zapatos que
frenaban frenéticos desde la azotea, apenas soportando el peso.
Y la estrella se partía en golpes violentos de caña y
mandarina, dulces, chocolates y cacahuates que aplastábamos en la pequeña
batalla de conquista que destrozaba medias, pantalones y faldas nuevas para la
ocasión.
Las manos también se volvían más hábiles, más listas, y
parecían capturar más mercancía que la que podían cargar, pero la risa y la
magia de esa edad de sentidos y recuerdos mezclados se encargarían de mantener
el botín a salvo.
El patio de baldosas rojas olería a naranja y guayaba en
los días siguientes, y las palomas bajarían a comerse lo que quedó de los
cacahuates en la mañana.
Un campo de batalla de colores, sangre de guirnalda que se
arrastraba por el suelo igual que una serpiente, que se escurría como las
serpientes de lana de mi cuello, el esfuerzo y la caricia para detener las
tormentas de mi boca.
Tormentas que salían entre risas mientras la cera derretida
sobre la piel era la mejor forma de asustar al que tenías al lado. Mientras los
adultos se disputaban los solos y guiaban una expedición de puertas tocadas al
compás de una guitarra y un pandero que nadie sabía tocar, pero siempre
terminaban sonando bien en ese eco dulce y nocturno.
Todo en ese eco colorido huele a ponche, canela, cigarro y
veladora. Y mis labios sienten la frialdad empolvada del niño Dios al besarle
la frente. El peso con el que lo sostenían mis manos pequeñas y bobas; ligero porque siempre alguien me ayudó a sostenerlo. Sus encajes viejos y recién
lavados crujían al pasarlos al siguiente creyente en medio del sobrenatural
zumbido de la oración colectiva. Aunque esa sensación ni siquiera sea de la
misma noche, siempre irá en el mismo conjunto por alguna razón. Pegado a las
miradas piadosas de los Peregrinos, sus ojos de cristal y pestañas falsas que
me observaban como si fueran mucho más altos que yo.
Siempre recuerdo las posadas como un sueño, siempre desde
la mitad, siempre en pedazos, siempre en penumbra y siempre hasta que despierto
sobre los asientos traseros del auto de camino a casa, con el tac, tac, tac, de la manivela rota de la ventana.
Pero si me concentró, puedo escucharlos, puedo sentir ese
sonido de vida, ese rastro de sensación, ese dulce de miel olvidado en una
bolsa de papel, un cigarro de chocolate que me como con todo y envoltura.