Por: Jesús Orlando Robledo Iberri
Hoy me
he levantado, igual que todos los días, volteando a la ventana y viendo al Sol,
tan repugnante como siempre; el deseo de no moverme es casi tan grande como las
ganas de salir de la monotonía.
La
lejana idea de tener que cubrir mi existencia con telas, de quién sabe qué, para poder salir al
mundo y toparme otra vez con esas caras. Al parecer viven mecánicamente,
vagando frente a mí con un aparente motivo muy claro.
No me
gusta ser así, pero no es un deseo de vivir el que me arrastra en la realidad.
Esto no es vida: salir de aquí, mi pequeño universo de tranquilidad; la
serenidad convertida en espacio, no es algo que disfruto en absoluto.
Bajo
ésa aburrida escalera, siempre ahí, siempre inmóvil, pero cada día más grande.
Pongo mi pie en la cocina y me detengo a pensar; en un instante vienen a mi
mente imágenes desagradables, comer es una necesidad asquerosa, pero las ganas
de darle combustible a mi cuerpo, cual máquina, borran rápidamente el odio por
la comida.
El
café aguado, el sentimiento de angustia por cada rincón y la incertidumbre de
la muerte que acecha por las esquinas; son los pensamientos restantes al
momento de ver la taza vacía.
Nada
de esto me gusta, pero necesito hacerlo ¿De
qué otra manera podría seguir existiendo? Antes de atreverme a salir una
vez más, procuro no olvidar mi máscara para ser lo que el mundo espera de mí,
siempre consciente de lo que soy realmente.
Me he
vuelto prisionero del monstruo que los románticos llaman vida; una criatura
enigmática para lejanos, confiable para los cercanos; siempre un misterio para
los que sólo me ven pasar y se levantaron con preguntas para la realidad.
Fuera
de eso, soy nadie. Peor aún, el temor a llegar a ser uno más sube por mi cuerpo
como un dolor, de esos cuando te pegas en el meñique del pie. Escala
rápidamente hasta llegar a tu cabeza y tienes que sacarlo en un grito ahogado.
No me
queda nada más que hacer para el mundo. Escasos son los momentos en los que
logro hacer algo por gusto, pero al igual de quién vive en la ignorancia, puedo
ser feliz: cuando no hago lo que se supone que debería.
Al ser
tan especiales esas ocasiones, por no llamarlas espontaneas o imaginarias, no
creo que pueda enamorarme de ellas. Simplemente sigo existiendo de la manera
que necesitan y me vuelvo acreedor al único y verdadero destino, la libertad
después de lo que llaman vida.
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