Por: Ana Lucía Vázquez Alvarado
El atardecer iluminaba el cielo con pinceladas violentas de
tonalidades cálidas, que peleaban con la oscuridad nocturna a pesar de saber
que no ganarían la batalla.
Las nubes se deslizaban sobre la escaramuza como orugas de
fuego rosado, empujadas por una brisa fresca que anunciaba el fin del verano,
mientras los edificios grises miraban aburridos las calles casi desiertas de
esa parte de la ciudad, en donde las raíces de los ficus cuadrados rompían las
aceras luchando contra el cemento para respirar y los cables de teléfono
zumbaban en el cielo como un enjambre de abejas, cantando con los tímidos
violines de los primeros grillos.
Ella caminaba entre casas que tenían más de dos capas de
pintura y otras en las que el sol y lluvia la habían casi desaparecido.
Un paseo en el crepúsculo del verano a pesar de la pesadez
de sus tobillos y rodillas.
Miraba a las pocas personas que caminaban como siluetas
descoloridas por las sombras, mientras las primeras lámparas del alumbrado público
bostezaban y temblaban antes de encenderse con su halo ambarino.
Suspiró y se sentó en una banca cuya madera hinchada por el
tiempo reprochó aburrida, y se contempló a si misma en la vitrina empolvada de
una tienda vacía. Vacía desde hace tanto que ya no recordaba que se vendía.
Observó a esa mujer en el escaparate, de cabello oscuro y
labios pálidos, la observó hasta encontrar un brillo plateado en esa melena
altiva.
La sorpresa cruzó sus ojos aburridos por una vida igual de
gris, y se arrancó ese hilo de telaraña desde la raíz y lo sostuvo entre sus
dedos finos.
Había arrancado también un cabello sano y joven, y el
contraste entre ambos hilos de vida le provocó una infinita nostalgia.
La brisa del anochecer se los arrebató y los enredó en el
aire, haciéndolos bailar con suavidad entre ella y su reflejo.
Un baile lento y torpe, con dos cuerpos que apenas y se
tocaban, entre el sonido de una banda triste y una luz extraña.
Recordó con las lágrimas aún frescas en el corazón.
Recordó con las lágrimas aún frescas en el corazón.
Aquellas tímidas manos, emociones frágiles y ojos ciegos.
Sus dedos pálidos y novicios que se entrelazaban en secreto en medio de un
baile azul y rosado, muchedumbre incierta. Piel fría de pulso cálido, habla por
estos corazones que no quieren verse a los ojos.
Con
toda esa timidez en medio de la alegre melodía, bailaron viéndose los pies y
cuando su corazón no pudo soportarlo más, se separó en la nota final y lo dejó solo,
con una respuesta que ya sabía pero que quería escuchar de ella. Más ella nunca
se la concedió y él nunca volvió a pedirla.
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