Por: Ana Lucía Vázquez Alvarado
Fue mi culpa.
No fue mi culpa.
Esas posibilidades ya no significaban nada, no ahora que
corría entre las calles inundadas de madrugada y grillos.
¿Fue mi culpa?
El silencio me perseguía de forma aterradora. No tardaría
en dar conmigo. Pero no sabía que más hacer además de correr. Pero, ¿por qué corría?
No fue mi culpa, ¿o sí?
No lo recordaba. Me había puesto de pie tan rápido que no
tuve tiempo de averiguarlo y ahora me alejaba cada vez más deprisa. Pero tal
vez sería mejor volver, juzgar la situación, inventar algo. Aún había tiempo, aún
podía advertirle…
Dos balas destruyeron el silencio y dieron a los perros una
excusa para aullar a coro.
¿Fue mi culpa? ¿No fue mi culpa?
Me detuve a mitad de la plaza del pueblo y miré todas las
calles oscuras que se abrían a mi alrededor. ¿A dónde ir ahora?
Poco a poco, las ventanas comenzaron a iluminarse mientras
el resto del mundo intentaba averiguar que había sucedido y los perros no se
callaron, solo aumentaron como una avalancha desde todos los puntos cardinales,
ansiosos por devorarme.
Grité de pura rabia.
¡No fue mi culpa!
Corrí por una de las calles estrechas, huyendo de mil
perros que no paraban de ladrar. Me acusaban, me juzgaban.
¡No fue mi culpa! ¡No fue mi culpa que lo mataran! ¡Yo no
disparé el arma!
Era una bonita noche, el viento era fresco, la madrugada
callada, la bebida dulce y los recuerdos amargos.
El alcohol se confundía en las callejuelas de mi mente y
mezclaba los recuerdos de esa noche de bares y risas a su gusto, como un
laberinto.
¿Fue mi culpa?
Una pregunta idiota, una pregunta de la que solo yo tenía
la respuesta.
¡No fue mi culpa! ¡No fue mi culpa! ¡No fue mi culpa! ¡Yo
no lo maté! ¡Esas balas no eran mías!
Los perros ladraban por todos lados, fantasmas que corrían
entre los ladrillos de las casas y las estrellas del cielo.
¿Fue mi culpa?
Pero yo no había dicho nada… ¿verdad?
Dijeron que iban a matarlo, y por eso huí del lugar. No
recordaba porque iban a hacerlo, ni quien lo había traicionado. Solo sabía que
ahora me tocaba advertirle que huyera.
Entonces, no fue mi culpa.
Pero yo era el único que lo sabía.
¿Qué pasaría conmigo ahora?
Llegué a una de las calles anchas, en donde la tierra se
levantaba blanca por la Luna.
Ya me esperaban, era obvio.
Pero no fue mi culpa. Había guardado el secreto. Se lo había
prometido, éramos hermanos.
¡No fue mi culpa! ¡Yo no dije nada! ¿O sí?
Me señalaron en silenciosa sentencia y los perros se
lanzaron hacia mí.
Corrí una vez más, sabiendo que mis piernas flacas no
llegarían muy lejos.
¿Quién era el único que sabía donde se ocultaba?
Yo.
¿Quién le había dicho a sus enemigos?
No lo sabía.
¿Fui yo? ¿Fue mi culpa?
Los perros que tan bien habían amaestrado, ladraron como
tormentas de carne y alcanzaron mi cansancio en un brinco salvaje. Cuando
mordieron, en el fondo celebré no tener suficiente carne para saciarlos.
«Ni para alimentar a tus mugrosos perros serví, hermano.»
Entonces recordé. La noche era bonita, la bebida dulce, los
recuerdos amargos…
El rencor y la osadía sabían a licor.
«¡Ah!..» pensé, recordando todo entre mis gritos de culpa y
los ladridos de mi castigo. «Si fue mi culpa».
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