Por: Ana Lucía Vázquez Alvarado
Parecía haber estado llorando y haciendo berrinche,
hinchado y maltratado con su rímel de letras corrido.
Tal vez por esa razón lo había dejado al fondo de las
torres de libros que el tiempo había acumulado en su habitación.
Le dio la vuelta con curiosidad, inspeccionando y
analizando sus esquinas viejas y páginas amarillentas como un investigador.
No recordaba haberlo leído, comprado, pedido prestado y
nunca devuelto o si había sido un obsequio.
La mudanza iba lenta, perdido entre los recuerdos que
desenterraba, admiraba y catalogaba en cajas de cartón.
Hojeó con el pulgar sin mucho ánimo, sin mucho apego por
ese volumen viejo y simplón, y consideró tirarlo a la basura por lo roto e
inservible que estaba.
Un relámpago rosa lo cegó entre el tono de hueso roto y se
detuvo asustado en esa página. Una línea estaba subrayada con un marcatextos
rosado que el agua no había podido borrar.
“Para que nada nos separe, que nada nos una.”
El libro de Neruda le tembló en las manos un momento mientras
los recuerdos salían entre el polvo de su cráneo como fantasmas que recobran la
carne.
Se sentó en el suelo e intentó calcular el tiempo que había
pasado desde que subrayó ese verso. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última
vez que pensaba en ella?
Debía de haber tenido unos veinte o veintiún años, su corazón
era virgen, él juraba que no y se jactaba de que el alma no era necesaria.
La había conocido en ese entonces, y se sorprendió de
recordar aún el sabor dulce de sus palabras rancias en los labios.
Debió de haber señalado esa línea durante esos meses que
duraron juntos, y vivió lo que debió de haber vivido en veinte años; en los
momentos en los que ella no llamaba y él se convencía que no tenía emociones,
que no le importaba si se iba, que no le importaba si no lo quería porque creía
que él tampoco.
Había subrayado ese verso como la firma de un contrato.
Un juramento de sangre que no se había cumplido, y que le
había cobrado la traición. Pues en cuanto firmó, se percató de los latidos en
su pecho y descubrió, para su sorpresa y desagrado, que podía sentir algo por
ella.
A pesar de todas las fronteras que él había dibujado, de
todos los límites helados que se había impuesto, de todas las advertencias que
ella le había dado, de todas las tardes que fingieron no conocerse, de todas
las mañanas que se vistieron en silencio y de todas las veces que lo dejó sonámbulo
mirando el teléfono silencioso en la madrugada.
La distancia los unió más que separarlos. Esa nada los
fundió con mayor fuerza que un todo.
Eso que no eran, había sido todo para él.
Un poeta neófito que no entendía nada, pero hacía su mejor
esfuerzo para aparentar que sí. Un desconocido que quería ser alguien, pero que
lo dejaran en paz. Un artista sin musa, pero que la encontró a la fuerza.
A esa edad de idiota, creía ser adulto suficiente para
controlar su propio corazón y deseo.
Y al final, esa ilusión de control lo llevó a la ruina.
Lo llevó a perder el alma que quizo conservar en cuanto la
encontró. La perdió entre los dedos de esa musa arpía cuando emprendió el vuelo
para no volver.
Aún recordaba como había vivido los días siguientes a su
partida, contando los aviones que pasaban sobre la ciudad, preguntándose si
volaba en alguno; pues jamás había querido decirle a donde planeaba irse.
En esas noches, recurrió a Neruda y encontró esa frase.
Frustrado y avergonzado consigo mismo por haber sentido y vendido su alma por
ese sentimiento, había arrojado el libro al escusado durante un solitario
delirio de borrachera.
Rió con nostalgia al recordar aquello… y se asqueó un poco
de tener el libro entre las manos.
Suspiró tranquilo, como hace mucho que no hacía, al ver de
nuevo esa frase subrayada.
Durante todos los años que siguieron a ella, siempre había
creído que su alma se la había llevado entera dentro de la maleta.
Pero la verdad era que siempre había conservado un trozo de
esos meses caóticos y pasionales, envuelto en marcatextos rosa.
Volvió a reír y se llevó el libro al pecho, dejando que el
recuerdo entrara otra vez a su corazón, más viejo y más sabio ahora.
No lo podía creer.
Todos esos años buscando, y su alma de joven estaba
escondida en un libro que trató de arrojar al escusado.
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