Miriam Liliana Becerra Hernández
Después del terremoto del ’85, el señor Raúl Benítez quedó devastado, a pesar de que él se encontraba en su casa en Cuernavaca, no podía dejar de pensar en la última discusión que tuvo con Maritza, su esposa; un par de semanas antes habían discutido nuevamente por sus problemas económicos, la pequeña empresa de jugos embotellados que su padre le había heredado a Raúl estaba en quiebra como causa de que se abriera el mercado a las empresas extranjeras, y desde entonces habían tenido que pedir un préstamo para solventar sus múltiples gastos, adjuntándose una deuda de miles de pesos. Maritza, acostumbrada a la buena vida y la solvencia económica, no aguantó ni un par de meses de sacrificios y en cuánto pudo se marchó a casa de su madre en el D.F.
-Necesitamos estar separados un
tiempo, Raúl. Nos hará bien. –Dijo mientras subía las maletas al coche. El
último recuerdo vivo de Maritza alejándose en el coche mientras Andrés, su
pequeño hijo de 5 años se despedía a través del cristal del parabrisas, se
repetía una y otra vez entre los sueños de Raúl, que más tarde se convertirían
en pesadillas al escuchar la noticia de los más de 10,000 muertos que dejó el
terremoto.
La mañana del 19 de septiembre,
Raúl recibió una carta:
17 de septiembre de
1985
Querido:
Siento haberme precipitado
en mis decisiones, pero este par de semanas lejos de ti, me han hecho recordar
cuánto te amo. Ahora puedo decirte que no importan los problemas y adversidades
que se presenten en nuestro camino, sea bueno o sea malo, quiero andarlo
contigo hasta el final.
No puedo esperar para volver
a estar entre tus brazos. Volveremos pasado mañana, Andy también te extraña
muchísimo.
Te ama
Maritza
Sin embargo, al encender el televisor, Raúl sintió un golpe en el
pecho. Parecía que le hubieran encajado una espada justo en el centro del
corazón, quedándole en su lugar un agujero de dolor que se expandía en
pulsaciones por todo el cuerpo. El dolor y la tristeza, sumados a la
desesperación e impotencia invadieron a Raúl, en la garganta se le instaló un
nudo que le impedía ingerir alimento alguno, y por las noches sus pesadillas le
mostraron los más variados y horribles desenlaces de las vidas de su amada y su
hijo, quitándole el sueño y las ganas de vivir, haciéndole parecer cada minuto
una eternidad de sufrimiento, no soportaba la idea de que su esposa y su hijo
se hallaran aplastados bajo los escombros de una ciudad lejana y fría.
Pasaron dos días más y no recibía
noticias de su familia. La tarde del 21 de septiembre, Raúl decidió partir a
buscarlos, más no al D.F., lugar en dónde sólo encontraría más dolor y
tragedia, sino al lugar a dónde pertenecía su par de ángeles.
Fue al cuarto de herramientas y
tomó una soga lo suficientemente fuerte como para sostenerlo. Subió las
escaleras al segundo piso y ató la soga al barandal, acto seguido hizo un lazo,
bajó las escaleras y con lágrimas en los ojos subió al borde de un banquito lo
suficientemente alto para los fines que él deseaba. Colocó el lazo alrededor de
su cuello, y sintió como el dolor que sentía en el pecho seguía latente tal
cual agujero negro que se traga todo a su alrededor, y al mismo tiempo emite
radiaciones de soledad, tristeza y desolación…
-Uno… Dos… Tres…
Saltó. No hizo ni el más mínimo
intento por salvarse. Estaba resignado. En menos de un instante pensó en los
últimos 7 años de su vida: el éxito obtenido por su empresa, conocer a Maritza,
el matrimonio, la llegada de Andy, la primera vez que lo llamó “Papá”…
“¿Papá?” Se abrió la puerta de la
calle de par en par y el pequeño Andy entró corriendo. Detrás de él entró
Maritza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario