Por: Ivonne Fabila García
Noche triste, fría y sombría. Ya se esperaba el suceso, pero
aún así la muerte siempre es sorpresiva. El cuerpo yace en el féretro, con rostro
tranquilo, como si tan sólo durmiera. Sin embargo, alrededor todo es tristeza,
llantos y sollozos. Se consuelan unos a otros, ante el funesto suceso.
A pesar de la tristeza y como una ironía el lugar es
acogedor, la luz amarilla y los sillones acolchonados color marrón reflejan
cierta calidez. El aroma a café y canela también forman parte de este cálido ambiente.
Pero sin importar el entorno, el desconsuelo domina.
Entre las conversaciones se escuchan las típicas frases que a
menudo se oyen cuando alguien muere: “tan buena que era”, “una pérdida
irreparable”, “le vamos a extrañar”, “Dios la tenga en su santa gloria”.
También había comentarios acerca de lo ocurrido: “fueron meses difíciles”, “¿sufrió
mucho antes de morir?”, “la enfermedad fue fatal”. Una pequeña voz capta la
atención de todos los presentes. Una niña, alrededor de diez años, con notable
tristeza, pero dando ejemplo de fortaleza, en lugar de lamentarse, comienza a
relatar las anécdotas y enseñanzas que vivó con la ahora difunta. Enseñanzas de
vida que guardará hasta su propia muerte.
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