Por: Citlalli González Pérez
Las cortinas floreadas no
fueron cambiadas a pesar de la ocasión. En el pequeño cuarto apenas cabía el
ataúd color caoba y algunas sillas y las paredes verde desgastado acompañaban
ese momento, así como habían presenciado muchos otros.
La caja en que descansaba
Citlalli correspondía al tamaño de su cuerpo. No más de un metro sesenta. A
través del cristal podía reconocerse su rostro tranquilo, durmiendo. Llevaba
puesta una túnica que hubiera odiado en vida. En la sala permanecían sentados
los padres de la recién difunta. Los amigos y familiares entraban y salían
haciendo gestos de tristeza y confusión; pero los padres duraron sentados toda
la noche frente al ataúd.
“L” miraba fijamente una
foto familiar que colgaba de un clavo en la pared y pensaba en cosas
insignificantes para distraerse. “M” no quitaba los ojos del féretro; de vez en
cuando salía una lágrima de entre sus párpados, lenta y serena.
− Siempre me dijo que en su
epitafio quería escrita aquella frase que decía seguido papá− dijo “M”, sin
cambiar la dirección de su mirada.
− “Vida nada me debes, vida
estamos en paz”− recordó “L” sin verlo a los ojos− Amado Nervo, buena elección.
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