Por: Alexis Guerrero Lomelí
Había dejado escapar en el aroma crujiente de su café
rizado, una mirada tan lejana como la luna en la que alguna vez habite. Dejando
varados mis zapatos junto a los suyos, me zambullí en la piel húmeda de su
recuerdo. Mientras tenues y frágiles huellas, quedaban marcadas en el pasto que
cubría mi cara, al dejarme caer en el espacio deshabitado de su verde intenso.
De una a otra constelación había recogido cada
fragmento disperso de sus labios de sal y espuma, esos que golpeteaban al son
de la música lunar. Uno, dos, tres… marcados con tinta al sonido espeso que
baila la muerte.
Cinco, seis, siete desde los pies podía escuchar
aquella imagen ya amarillenta de su alma cristalina. Giraba. Se agitaba. Un
torbellino cada vez más negro en esa tasa blanca.
No dormir. No, dormir en sus cabellos, en sus muslos
agitándose, estremecidos por mi presencia infractora del lúgubre placer de su
secreto. Las gotas que navegan desde su vientre, naufragan en el triángulo de
su venus.
Agítate, agítala, quiébrate en mil trozos y mil trozos
más que escritos como notas, salen de tu boca antes de que se apague la noche.
La mía y la tuya.
Pintados los vidrios del cielo quedaron, en el dulce
aliento que quemo mi vista ensordeciendo mi lengua, cansada de escalar colinas,
valles, conquistando montes que cubren la mirada, ahora me despido fugaz en el
viento.
Deprisa, sale cansado, al alba sin rumbo va. Dejando
manchas de cuerdas y vacíos, derramando mi cuerpo en la sombra del cuerpo suyo
con quien pude bailar.
Escapar hoy para no verte mañana que en el último
trago, sienta mis dedos el adiós de tu calor.
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