Por: Edgar
Moisés Camargo Castro
Otra noche de luna llena se posaba sobre la ciudad. No necesitaba más iluminación para distinguirse en la distancia. La miraba
a lo lejos, desde el tejado, mi lugar favorito cuando noches como ésta se
presentan.
Cerca de las once, las luces de mi hogar se habían apagado y todos
en su interior dormían, mientras me embarcaba a la aventura como Perseo al
cruzar los mares para liquidar a Medusa.
Di un brinco de tres metros hacia el árbol más
cercano y bajé de forma ágil. Tuve que correr tan rápido como mis patas me lo permitieron. Mi ama despertaría pronto y si no me veía en su cama tendríamos
problemas.
Subí a los tejados, encontrándome
con otros que habían salido, como yo, a mirar la Luna, mientras me amenazaban para
defender sus terrenos. Estaba a punto de llegar a los callejones más oscuros,
cuando la vi. Estaba en la ventana de un
edificio tan alto como la Torre Eiffel. Tenía la mirada perdida, como buscando
algo pero sin éxito, estaba quieta,
inmóvil, casi parecía una estatua y en el momento en que sus ojos amarillos me
atravesaron cual flechas de cupido, no pude moverme. El palpitar de mi corazón
aumentaba más y más con el pasar de los segundos como un reloj que corre con la
velocidad de un tren bala.
De una forma inesperada, sin que me percatara, se
levantó de un salto y subió por las escaleras colocadas al costado del
edificio hasta lo más alto del mismo. Sin pensarlo dos veces fui tras ella, luchando por no perderla de vista; había algo en mi interior que despertó
con su mirada.
Con el corazón a
mil por hora y un dolor en el pecho que, no sabía si era a causa de la fatiga o
por el sentimiento que continuaba creciendo, llegué como pude a su encuentro. Los rayos de luna sobre su hermoso
pelaje blanco, provocaban una sensación de mareo en mi alma. Por un momento
sentí como el suelo donde me encontraba comenzaba a moverse de forma
desenfrenada, si esto me causaba sin siquiera tocarme, ¿cómo sería en caso de
que intimaramos más?
Dudé si dar
mi próximo paso. Al poner la pata en el suelo, el recuerdo de lo que hace seis
vidas pasé, cruzó como una película por mi cabeza. Seguro la amaba y no había vuelta atrás: “De algo hay que morir”, me dije mientras
me enamoraba por séptima vez, de la que no podría dar marcha atrás y apostaba, no saldría vivo…
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