Por: Eira García Martínez
14 de Febrero. Llegué al bar de costumbre,
con las personas de siempre, con ganas de no dejarme llevar por la rutina que
empapa a todos en esta fecha. Sólo buscaba un trago para no sentir que estaba
solo. Fastidiado del romanticismo que se respiraba, busqué un lugar donde
ninguna pareja ni grupo de amigos me molestara: la barra. Fue cuando escuché
por primera vez su voz, me preguntó “¿Qué te sirvo?”.
Llevaba cerca de dos años
viniendo, cumpliendo con el protocolo de un buen cliente, y a pesar de conocer
las caras que me atendían constantemente, ella rompía con toda cotidianidad.
No podía dejar de apreciar la luz de sus ojos oscuros y que apaciguaba el nerviosismo provocado cada vez que sonreía.
Insistió con la pregunta: “¿Qué te sirvo?”. “Lo de
siempre”, contesté queriendo iniciar una plática a expensas de que ella no sabía
lo que usualmente tomaba. Me asombró la seguridad con la que me sirvió un
whisky doble. Pero fue mayor mi sorpresa al sentir que tomaba mi mano, la sostuvo firmemente. Se acercó a mi
oído y en un susurro me dijo: “¿Quieres pasarla bien?” Le di un buen trago,
volteé a ver sus penetrantes ojos oscuros y sin decir palabra alguna, sabía que
me estaba involucrando en la mejor aventura de mi vida. Rodeó la barra, tomó mi mano y me guió hasta la
bodega del bar, sin decir nada a nadie.
Todos estaban tan ensimismados en sus
conversaciones, que al parecer nadie notó que nos estábamos ausentando. O quizá era mi propia emoción la que no me permitía apreciar que todas las miradas nos
seguían, de todas formas no importaba, ahora por primera vez en mucho tiempo
alguien tomaba mi mano y eso para mí... ya era amor.
Mientras la seguía hasta el cuartucho que tenían
por bodega, no pude dejar de notar que además de una mirada hipnotizante y una
sonrisa que enamoraría hasta al más infame, también tenía un cuerpo celestial. No era en particular despampanante, pero el vaivén de su falda delineaba muy bien el contorno de su cadera, y a su vez denotaba la hermosa figura
de sus glúteos, pequeños sí, pero firmes y redondos. Sus pechos apenas pude mirarlos una vez que cerró la puerta. No había mucha luz y lo único
que advertí fue un retrato de ella con el dueño del bar y sus hijas. Después de
eso estuve a ciegas , y mis manos se volvieron mi sentido más importante, mientras ella las guiaba alrededor de su pecho, pasando por su abdomen hasta depositar una en la parte más baja y húmeda de su vientre. Nunca me besó ni yo a
ella, la sensualidad con la que frotaba su cabello contra el mío y jugueteaba
su nariz con mis labios y sus mejillas rozaban las mías era suficiente para mí,
como cuando dos gatos se acarician. De igual modo el agitado chocar de nuestros
cuerpos por debajo de su falda, era para mí la experiencia más sublime que
había tenido en vida, y justo cuando estaba en la cúspide de mi amor, logré sentir
un suspiro de su boca, preparada para decirme algo más allá que un gemido.
“¿Qué te sirvo?”, volvió a preguntar, mientras yo sentado en la barra sentí con seguridad que ella no sabía que era "lo de siempre"…
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