Damián Domínguez despertó
aquella mañana como si fuera cualquier otra de un día típico. Al bajar las
escaleras, su esposa lo esperaba con la taza de café y el periódico. Con un
beso se despidieron y subió al coche en el que recorría siempre la misma
trayectoria. Pero algo era diferente. En lugar de voltear a la derecha en la
calle Olivos, giró a la izquierda. Cabía incluso la posibilidad de que esta variante
fuera un error; aún podía tomar el retorno y regresar al área específica en que
giraba su vida. Pero no.
Aparcó en una calle
repleta de grafiti, la basura casi cubría la línea de la acera. Las personas
lo miraban como si su traje y su convertible le negaran automáticamente el
acceso a esas colonias. Caminó hacia una casa de puerta amarilla que parecía ya
conocer, y tocó el timbre. Nadie salía para atender.
Recordó, cómo tiempo
atrás, su versión infantil recorría las mismas calles de banquetas sucias y
paredes rayadas. Era casi gracioso ver un niño tan pequeño cargando una
mochila que le duplicaba el tamaño. Se detuvo un momento frente a una casa de
puerta amarilla y esperó hasta que su mejor amigo saliera. En una situación
normal, un niño de esa edad caminando tan temprano por las calles hubiera
parecido una locura, pero todos tenían cosas más importantes qué hacer que
andar cuidando a un escolar.
Unas cuadras después,
llegaron a la escuela. Se acomodaron en el salón y comieron su almuerzo a escondidas,
mientras la maestra explicaba la lección del día.
El timbre sonó
finalmente. Indicaba la salida y los dos amigos seguían juntos. Bajaron las
escaleras hablando de naderías. En el camino de regreso a casa, andaban con
paso casi sincronizado hasta que
un par de pies se detuvo. Uno de los dos aguzó la mirada, parecía sorprendido por ver a la persona que se había parado frente a ellos. El hombre que se postró
ante los dos niños era una leyenda entre los habitantes de aquellas colonias.
Los tatuajes en forma de hierba, que le inundaban los brazos, contaban la
historia de su ocupación. Tenía una mirada siniestra, y sonreía levemente pero
sin una gota de felicidad. Damián también se detuvo.
-¿Qué pasa? -preguntó
Damián ante la parálisis de su amigo.
Se puso en
movimiento, sumisamente caminó hacia el desconocido dejando atrás a Damián.
¿Por qué nadie atendía a la puerta?, se preguntó Damián, Decidió partir. Entonces apareció de entre los callejones descuidados un hombre más o menos de la misma edad. Necesitaba dinero, no había probado bocado en todo el día y las drogas no se pagarían solas. Apuñaló al hombre que vestía de traje y hurgó, entre sus bolsos del pantalón, en busca de su cartera. Cuando encontró lo que buscaba, dejó el cadáver allí y entró a la casa de puerta amarilla. Mientras saqueaba la billetera que acababa de robar, encontró la identificación de su reciente víctima. Damián Domínguez, ese nombre lo conocía.
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