Por: Jaime Felipe Preciado
-¿Qué hace? -dijeron las gemelas.
-Pienso en sí hacerlo, o no -contesté.
-Hágalo -murmuraron las niñas.
Ellas fueron las únicas que me dirigieron
la palabra. La gente pasaba sin mirarme, como si no estuviera
ahí.
Continuaban los minutos, las horas, los
días. Mi pensamiento deliraba: ideas, odios,
preguntas, resentimientos. Todo se mezclaba y jugaba en mi cerebro.
Sabía que el tiempo avanzaba, pero no lo sentía. Era la sensación más horrible
que puedo recordar, casi parecía real.
Logré ver una mujer a lo lejos, de
vestido negro, como si ella misma fuera una ausencia de color. Miré al fondo
del río. Parecía que el puente era más alto de lo que mi imaginación creía,
volteé mi vista y la mujer ya estaba a un lado mío.
-Salta, no tengas miedo -dijo la mujer.
-Eso haré, pero a mi tiempo -contesté.
Sin más qué decir la mujer se marchó.
-¿Miedo? ¿Yo? -me pregunté.
Existía esa idea en mi cabeza. Yo creo que
sí. Sí, en definitiva, sí tenía miedo. Mi corazón empezó a palpitar rápidamente. Sentí cómo el frío recorría mi cuerpo. Sí, estaba decidido. Iba a suicidarme.
Ese fue el momento en el que un viejo tocó mi hombro.
-No lo hagas -dijo.
-¡¿Por qué?! -contesté furioso. Furioso
porque había interrumpido mi cometido.
-Por lo menos yo justifico mis actos
-respondió.
El viejo continuó su camino desorientado, y tarareando una canción, como si el mundo siempre siguiera igual. Y él aún a
pesar de aquello, silbaba su canción.
Sus palabras golpearon mi mente. Cierto. Camino todo el día, me despierto, hago
las obligaciones y cada noche me
pregunto si he hecho algo.
-Nada, nada -me contesté.
Ese nada, me reconfortaba. Si iba
a morir, no iba a pasar nada. Entonces, salté.
Desperté, sudando, volteando y observé cada parte de mi cuarto para verificar que todo había sido un mal sueño.
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