Por Ulises Escobedo
Hernández
Me
estaba vistiendo. No, creo que me estaba desnudando, no lo recuerdo muy bien.
Eran eso de las once de la noche, todo lucía un poco sombrío, lleno de
nostalgia. Me propuse mirarme al espejo, cuando de pronto, vi una mancha en
forma de pez. Me sorprendió al principio, después me causó una gran
indiferencia. ¿Acaso me estaba convirtiendo en un pez? No, imposible. Me dirigí
a la cocina del departamento que hace poco renté. Es cómodo para una persona como
yo que no aspiro a grandes cosas. Escribo novelas de amor. A veces se venden,
otras veces tengo que obligar a mis amigos a que las lean.
El
asunto del pez fue algo muy misterioso. Fue tanta mi desesperación y angustia,
que cuando metí una mano al fregadero saltó una especie de escama, muy cerca
del dedo índice. Me asusté muchísimo, pero bueno, ¿a quién le sucede algo así
como así? A mí sí, mala suerte quizá, no logro comprender. Luego de una larga
sesión de cómo tratar de entender dicha situación, me dirigí a mi recamara, la
cual tiene una pequeña pecera que alberga a Julio, un pez betta que me regaló
Lorenzo, mi amor imposible. Soy cursi por naturaleza.
Desde
los doce años tengo algunos trastornos de personalidad, a veces voy por la
calle y me siento un perro y comienzo a jadear. La gente me mira como si yo
tuviese un tipo de orgasmo espontáneo. Otras veces cuando Lorenzo me invita al
parque, y él me tiende en sus piernas para acariciar mi cabello, siento que soy
un minino llamado Azul, como el gato de la vecina. Vaya gato, es hermoso. Yo
soy un gato bonito, no llego a ser como Azul. Camina como si guardase el
secreto más codiciado del mundo, come como si no hubiese un mañana, es
regordete y casi no sale del departamento de la vecina. Creo que no he
mencionado que ella también es escritora. No tiene familia, sólo tiene a Azul.
Así es como los artistas vivimos ya de adultos, es una vida difícil.
Lorenzo,
mi amado Lorenzo, es el hombre perfecto, muchas personas creen que los hombres
perfectos son exclusivos del cine, o de las telenovelas que miran las viudas.
Así es su vida de amarilla. Pero Lorenzo es mi tipo, es un hombre alto, moreno,
de ojos cafés. (Esto por las largas noches en las que no descansa por estar
mirando tantas películas de cine extranjero.) Me regala flores, me lleva al
cine (aunque no nos guste la película), y, a veces, vamos al mirador y tenemos charlas
acerca de cómo la vida nos ha tratado a lo largo del tiempo, quizá esto suene
un tanto ordinario, pero así es. Es como si no existiera. Todo es tan extraño
cuando estoy con él. Me ha hecho dos pinturas, las cuales tengo en mi recamara,
junto al televisor. Así muere cada noche, cuando ya nadie habla, cuando las
tinieblas caen sobre al adoquín de mi cuadra. Se va. Regresa muy temprano al
día siguiente a hacerme el almuerzo.
El
asunto de la escama me tiene ansiosa, no encuentro la solución al problema, si
es que se pudiese llamar así. El otro día, mientras Lorenzo se vestía, me miré
la nalga izquierda. Un tipo de piel como de sirena comenzaba a hacer presencia,
no sé qué vaya a pasar después, ¿me convertiré en sirena, o en pez…? No lo sé,
y sinceramente eso me aterra. Me aterra sentirme un perro, un gato, incluso un
humano. Lorenzo me mira con deseo, pero yo me niego a seguir en el acto, me
visto y me doy cuenta de que se siente ofendido.
—¿Me
quieres? –preguntó un tanto serio.
—Te
adoro –contesté.
—Gracias
–se fue.
Ahora
no sé qué esté pasando aquí. Me dejó unas flores encima del tocador, quizá
entró muy temprano por la puerta trasera. Mientras tomaba un café con leche -su
favorito- me escribió un recado con una letra muy fea que decía: “Tómate un
tiempo fuera de la realidad, con Amor, Lorenzo”. Así fue esa mañana. Yo seguía
convirtiéndome en un pez, o una sirena. Ya no sabía cómo era la realidad, si
estaba viviendo en ella, o ella viviendo en mí. Me levanté de la cama, dejé la
bata a un lado de una silla de madera. Examiné cada parte de mi cuerpo que
ahora parecía estar transformándose en una masa irreconocible. Era como
desaparecerme a mí misma. A la vez sentí la ausencia maternal que tuve desde
chica. No tengo madre. Nunca la tuve, y así fue, nunca la conocí. Yo aquí
estoy, viéndome al espejo. Y sigo sin una madre.
Todo
sigue con normalidad. Once de la mañana, es miércoles y es hora de salir al
jardín a regar los crisantemos que me regaló la vecina. El jardín es pequeño,
digno de un departamento. Está en la planta baja del edificio. Azul viene
bajando a duras penas, el último escalón lo esquiva de un salto. Tomo la
manguera y algo sacude mi interior. Todo se nubla, los crisantemos comienzan a
tener vida, uno resbala como una víbora de cascabel y entra en mi ser desde el
dedo pulgar del pie derecho, me toma y se hace huésped de mis entrañas, luego
el otro, y así hasta caer al suelo. Creo que me desmayé por media hora. Desperté
en la bañera y había algo inusual en mi cuerpo. Encontré unas aletas. Sí, unas aletas,
todas tan rojas, tan febriles, tan llenas de vida. Pegadas a mí como el amor de
Lorenzo pegado a mi alma. Comencé a sentir algunos dolores en el vientre, luego
vino una larga llamarada de asco desde mi estómago: eran flores. Salían de mi
interior, eran una galería de todos los colores: azucenas, buganvilias,
violetas, rosas, incluso los crisantemos que anteriormente había abastecido de
líquido. Me paré como pude. En mi desesperación corrí hasta el departamento,
tomé el teléfono y llamé. No sé a quién, pero lo hice.
Lorenzo
llegó a eso de las cinco de la tarde. Yo estaba postrada en la bañera, ya convertida
en un pez de agua dulce que vomitaba cada diez minutos algunas flores que se
encontraban atascadas en mi vientre. Pareció no darse cuenta, hasta que no me
encontró por ningún lado. Fue entonces cuando entró al baño, me vio y se limpió
los ojos, no creía lo que estaba viendo. Un pez betta rojo, con una gran coleta
y escamas rasposas que herían el agua en mi perpetuo nadar. Nadaba tan feliz,
pero a la vez un gran halo de misterio se notaba en el agua. Tenía una mirada
llena de terror, no sé cómo es posible esto. Y de pronto más flores, en esta
ocasión: violetas.
Lorenzo
comprendió todo, se quitó los zapatos que yo le había regalado, seguido a esto,
el traje café con la camisa gris que se había puesto el día que decidió ser mi
novio. Desnudo, entró a la bañera, que ahora tenía un pez rojo nadando tan
desconcertado. Cerró los ojos y de inmediato se convirtió en un pez, no sé qué
tipo de pez era, pero era hermoso, no tanto como Azul, pero sí era bonito. Las
flores no eran un signo característico de él. Lo que ese pez escupía eran unas
nubes de color magenta, al parecer eran pesadas, ya que se hundían
parsimoniosamente hasta tocar la cerámica de la bañera. Estaban llenas de
recuerdos. Así era como se vivía fuera de la realidad según Lorenzo.
Mientras
tanto, seguimos nadando en espera de alguna otra transformación.
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