Noche estrellada
Por: Felipe de la Rosa Rivera
Un sol
transparente lo despertó después que al resto. Su primera sensación, un agudo
frío en la espalda, seguida por el habitual desconcierto que le provocaba
saberse, en cierta medida, separado de sí mismo. Su esencia, de polvos y
aceites, se sentía más parca que fina. “Experimental y seguramente inestable”,
era como le describían a menudo.
Yacía expectante.
Lo único que lograba observar era un amplio techo abovedado, totalmente extraño
a su memoria. Una inexplicable melancolía se apoderó de él. El aire que
respiraba no era el húmedo, cálido y alegre que disfrutó meses atrás, cuando
danzaba entre jarrones y girasoles. El que ahora le asfixiaba era seco, espeso,
y demencial.
Los instantes
transcurrían con lentitud, infinitamente extendidos por suspiros angustiantes.
“¿Dónde está él?, ¿Por qué tarda tanto?”. La gravedad lo arrastró un trecho: un
poco, lo suficiente. La brecha que lo separaba del resto cedió mansamente, se
dio cuenta que no estaba solo. En esa postura el brillo de sus ojos resultaba
vano, aun así, los buscó; de reojo, una y otra vez.
El oscuro
silencio de la habitación se iluminó bruscamente y su cuerpo se aceleró con
violencia. Después del vértigo inicial finalmente se sintió seguro, en las
manos de aquél que tanto había aguardado. Su ser, ahora inclinado, se mecía
suavemente bajo el ritmo de barbas rojizas en las que habitaban molinos,
carbones, amores, y libros. Un sencillo giro inesperado orquestó el glorioso
encuentro con dos mares turquesa. Los miró y lo miraron, les sonrió y le sonrieron,
les lloró y le lloraron. El momento se abandonó a la eternidad, y la razón, al arte.
Un tímido
cosquilleo se introdujo en sus entrañas (alegres y amarillas), y después de
unos segundos, un trago de trementina. Se acercó al lienzo, azul y doloroso.
Intentó acariciarlo, pero una cobarde indecisión lo detuvo bruscamente.
Suspendido a pocos centímetros de la inmortalidad la pasión que le guiaba
comenzaba a extinguirse.
Con muy tímidos
pasos retomó su camino, gobernado por dogmas labrados en la tradición
holandesa. Bordeó el lóbrego ciprés y encendió un pequeño rezo junto a la
iglesia; le fue imposible entrar, y la dejó en silencio. Se bebió los sollozos
y deambuló en las calles, ¡cómo había de dormir con los sueños tan vivos!
Descendió por el valle con andares ligeros, al abrigo de la eternidad de la
noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario