Por
Miriam Liliana Becerra Hernández "Manet"
Me han contado que cuando era
pequeña, tuve un problema psicomotríz. Me daba miedo correr debido a que tenía
una pierna más larga que la otra. Desde el día en que comencé a caminar, se
hizo evidente mi defecto y cada vez que intentaba correr, mis pies disparejos se
enredaban y terminaba azotando contra el suelo. Mis padres me llevaron con
muchos doctores a muchas clínicas, y el diagnóstico de todos era siempre el
mismo: “Necesita cirugía. No hay otra manera”. Debido a la falta de recursos, pero más bien por
causas del destino, fue que mis padres terminaron llevándome con un chamán
sobandero. Entre frascos de hierbas en alcohol, veladoras, y santos de todo
tipo, en una casa ruin y deteriorada como si nadie la albergara en mucho tiempo, Don Santos llenó mi infantil pierna de menjurges y aceites. Comenzó a sobarme
dando unos tirones, empujando mi piernilla débil contra mi cadera, causándome una
serie de dolores que jamás olvidaría. Después de un par de sesiones, diversos
rezos en idiomas secretos y muchas lágrimas de mi parte, les dijo a mis padres
que yo tenía un mal, pero que ya estaba curada. A modo de encantamiento de
cuento de hadas agregó que caminaría perfectamente y además, que me iría muy
bien toda la vida.
El chamán nada dijo sobre el
amor, o al menos no que yo recuerde. Sin embargo, pareciera que me dejó de paso
una maldición, gracias a la cual llevo el corazón en la mano y las emociones pegadas
en la piel… Maldición y bendición a la vez, que me alejó de las actividades
físicas por muchos años y me acercó al gusto de utilizar mis manos para
exprimir mi carmín corazoncillo. Si bien mis historias amorosas son contadas, no
son pocas, diría más bien que son significativas. Incluso podría contar mi vida
por amores.
Hubo un momento en mi niñez en el
que lo que sabía de historias y letras era poco, sin embargo, ya sentía una
fuerte atracción por los libros. Un día de noviembre, mientras husmeaba entre el
acervo “Del Rincón”, encontré un enorme libro ilustrado con coloridas acuarelas
“Veinte poemas de amor y una canción desesperada”; en ese tiempo poco me
importaba quién escribía los libros que leía, pero el titulo fue suficiente
para llamar mi atención. Acostumbrada a los cuentos y su estructura lineal,
surgieron en mi pueril mente varias preguntas: ¿Qué rayos eran esos
artificios llamados poemas? ¿Por qué no contaban una historia como los cuentos?
¿Por qué no poseían un orden lógico o al menos cronológico? Y por qué, a pesar
de todas esas cosas, me hacían sentir algo; alguna fibra en mi interior era
tocada cada vez que leía en voz alta aquellas frases dulces, tan dulces que
casi sentía que de las acuarelas ocres y naranjas del libro, escurriría miel en
cualquier momento.
Leí el libro y no entendí ni
resolví ni la mitad de las dudas que tenía, pero eso, al contrario de
desinteresarme, me atrajo más.
Pasaron varios años y cuando tenía unos 16 volví a toparme con el
mismo libro. “¿Otra vez tú?”, pensé cuando lo encontré entre los estantes de la
Biblioteca del Ejercito. Esta vez, el libro no tenía gráficos en acuarela, era
más bien, un libro pequeño de pastas gruesas, sin dibujos y con letritas
acomodadas en versos suaves que al leer, seguía sin entender; sin embargo, esta
vez me ocurrió algo similar a la vez anterior pero un tanto diferente, una
lluvia de preguntas me volvió a asaltar… ¿Qué persona que viva en este mundo
escribió esto?
Busqué al principio del libro y en la tercera página lo encontré:
Pablo
Neruda
Comencé a
buscar más libros de él y fue así como encontré “Cien sonetos de amor”… ¿ahora
cien? ¿Qué clase de fascinación tiene este sujeto por los números, la poesía y
el amor?
Una de esas tardes de
adolescente, tomé mi bici y salí disparada a la Biblioteca del Ejército. Ya se
me había vuelto una rutina ir allí cada martes. Ese día tenía un solo nombre en
la mente: Neruda.
Entre un montón de libros,
encontré uno delgadito, casi invisible, pues no lo había notado hasta ese día.
Con un fondo negro y unas letrillas blancas en la portada se leía:
C R E P U S C U L A R I O
“Crepusculario me suena a un
escapulario” pensé, “como de esos que te cuelgas y ya no debes quitarte el
resto de tu vida, como de esos que he visto en casa de mi abuelita, y que se
acompañan con promesas de devoción como la protección de la condena eterna." Si
lo pensamos bien, uno lleva consigo todas las tardes de su vida, incluso la de
hoy que está transcurriendo y las del futuro que están por transcurrir,
imposible quitárselas de encima.
Me llevé el libro conmigo, y
pedaleé en mi bicicleta hasta llegar a las instalaciones de la Feria, cuando no
hay feria es un lugar bello, tranquilo y solitario, bueno para pensar. Era una
tardecilla de mayo, había algunos charcos en el suelo por las lluvias
recientes. Me senté en unas escalinatas y comencé a leer. De pronto me topé con
una página que no contenía nada más que un solo verso:
Quisiera saltar al
agua, para caer al cielo.
¿Saltar al agua para caer al
cielo? Cerré el libro y volteé al frente y vi las esponjosas nubes anaranjadas
por el sol embarradas en el suelo… ¡sí! reflejadas en un charco ¡Saltar al agua, para caer al cielo!
Hay veces que la vida te enreda
en sus juegos sucios, y te sientes demasiado débil para escapar de esa maraña
de estambres filamentosos, amorosos y violentos, que de pronto no le encuentras
más sentido a la vida del que puede tener la muerte.
Tal vez Neruda se encontraba en
uno de esos momentos, que deseaba tanto saltar al agua, y no volver a salir, si
no quedarse en ese holograma de cielo reflejado. Crespusculario fue publicado
cuando Neruda tenía apenas 19 años, ese día mirando el cielo pintado en la
banqueta a mis 16 años, entendí por primera vez a Pablo y supe también que
amaba la poesía.
Otro poeta, al que conocí después
y que también deseaba detener el mundo como es y respirar un momento, fue
Sabines. En su poema Autonecrología (VI) dice:
"Lo mejor de la escuela es
el recreo",
Dice Judit, y pienso:
¿Cuándo la vida me dará un
recreo?
¡Carajo! Estoy cansado.
Necesito morirme siquiera
una semana.
¿Será que a veces el escribir te llena el alma, te vuelve adicto, te
roba la vida, te absorbe, te quita lo que eres, y al mismo tiempo te da tanto,
que no puedes dejar de hacerlo? Así como Neruda, como Sabines, que escribieron
durante toda su vida, así yo no he podido dejar el lápiz por mucho tiempo. Si
pasan unos días sin haber escrito una sola línea, siento que algo me falta; y no
sólo es el escribir, es la persona a quién le escribes, la persona de quién
hablas cuando escribes. Estás enamorado todo el tiempo: de la vida, del amor,
de las mujeres, de la muerte… Es esa maldición o bendición que un chamán puso
en tu vida alguna vez, indirecta o directamente te atan al amor, como Sabines y
Chepita, Neruda y Albertina, Acuña y Rosario, como Alfonsina y Horacio. Amores
que te desgarran hasta la muerte, y en esa larga procesión que es el romance,
sólo tienes como armas a las palabras, como amigos a los cuentos, como sueños a
los versos, como eterna compañera tu imaginación manifestada en tu literatura.
El otro día, descansando bajo la fría cantera de los arcos del
exconvento, le dije a Ricardo que el arte te escoge, no escoges al arte. Que
desde que uno es niño, hay unas vocecillas hablándote desde las pinturas, desde
la música, desde el teatro, desde la poesía. Hay alguien mirándote, diciendo tu
nombre bajito y si pones atención, sabrás entonces que el arte te ha elegido, y
hagas lo que hagas no te va a soltar. Es paciente, y por más que lo evites,
entrando a medicina como Sabines, huyendo a otro país como Neruda, te va
esperar. Un día te tomará y no te va a dejar ya jamás.
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