Por: Alexis Guerrero Lomelí
Habían
pasado seis meses ya, desde que partí de los bullicios y el poco espacio
literario que me quedaba en Londres. Me dirigí al sur, en dirección a un
pueblito llamado Canterbury. El lugar idóneo para escribir “dicen todos”, con
sus calles adoquinadas, vistas excelsas, noches románticas y casas tan
resguardadas del paso de los años, que sería perfecto estar allí: “al pie de
una terraza, con sus lámparas alumbrando mi noche y un café amargo que reviva
siempre mi pasión, en su aroma nocturno.” ─me dije para complacer mis ansias de
escribir algo que llenara el paladar de algún lector, en suplicas por letras
nuevas.
Jamás
había salido antes de la ciudad y mis ojos eran espectadores de majestuosos
paisajes por donde cubría la vista. El tren que me guiaba a paso veloz, fue cubriéndose
de una nieve repentina, de la que no me entere.
Una
señora muy amable se acercó a mí antes de que llegáramos a la estación. Me dio
un abrigo y me dio la bienvenida en aquel extraño día de primavera, cubierta de
blanco helado. Me vi tosco al balbucear mi llegada que se veía repleta por el
arte aún con vida. Aquella postal que me habían regalado, se haría verídica en
su arquitectura medieval, que se elevaba por sus majestuosas calles empedradas,
lisas, ya renovadas por la inversión turística. Aunque mi hospedaje no era en
la parte conurbada, sino en una casita muy lejos de allí: en un pueblito
recóndito donde decidí estar; anhelaba que mi estancia fuera prolongada en esa
urbe tan luminosa. Y me quede. Fui por chocolates y disfrute de la perfecta
puesta de sol.
La
oscuridad se hizo presente, a mi llegada a la casa de la señora Margot, quien
me hospedaría por un tiempo. Muy amable me recibió y fui pronto ubicado en la
habitación más alta de la casa, como yo pedí.
“Cálida luz que pasando por mi venta acaricio
mi día, me invito a explorar sus caminos, recorrer en su bosque la majestuosa
vitalidad del campo.”
No
haciendo esperar más el bolígrafo, salí sin rumbo alguno, nada más guiado por
el ahora fresco clina sureño que pareciera nunca haber tenido nieve. Fui “viajero sin rumbo, errante de paisajes con
olor a canela.”
Caminando
me encontré con un rio de paz inmediata, en su golpeteo el agua no tardo en
salpicar mis pies. Vi cada verde que lo pintaba, desde las rocas hasta sus
árboles que cubrían el cielo y apenas dejaban pasar los nacientes rayos de sol.
Sin
ser pintor, quise serlo, me vi tentado a capturar cada trazo en mi libreta. Sentado
en una roca me descalce y escribí.
“Ríos caudalosos que la vieran nacer, correr
agitando las aguas, agitándome a mí, estremeciéndome la vida con su virtud.
Estela de luces que se desvanecen, se descomponen y hacen de mi vida la vida
suya.”
Mi
soledad se vio acompañada por el movimiento de las ramas, que captaron mi
atención en el rojo fugaz que me hizo mirarla. Había en sus pasos un color nórdico,
muy lejano a ese lugar. Con sus pecas iluminando su rostro que ya estaba
encendido en el rojizo de su cabello, y el verde pregnante de sus ojos que
nunca me vieron, no se perdieron como yo en los suyos. Se movía, se contoneaba,
bailaba al rechinar creciente del roble.
“Fui
presa de las pinceladas afiladas que marcaban su figura. Paisaje natural de sus
blancas manos acariciando el agua. Acechado por el deseo de su belleza, quedo
pausado el palpitar de mis latidos, ya sumergidos en su rostro, en sus labios.”
Una
vez hechizado surgió su ausencia. Pero me basto. “escritor de versos. Poeta enamorado. Escultor de musas, luz brillante
que por mi jardín paso.”
El
tiempo sin piedad paso por mi piel, por mis cabellos que se volvieron canas. “Envejecí en la espera de sus pies mojados,
que en la ventana de mis ojos ya cansados, dejo su recuerdo, su sutil contorno.”
“¿Que hacen las olas, sin luna qué contonee
sus aguas? Espuma que al paso se rompe, y en la arena se queda.”
No
hubo mañana que a la orilla del rio se alejara su de mis textos, caricias
verbales pronunciadas a su hermosura. Sentado espere por última vez su rojo
apasionado. Anhelándola, vi escapar de mis manos y mi cuerpo el calor de la
mañana, como la tierra seca en el desierto implora el rocío, así yo, perdido en
su color sin mayor deseo que el de escribirla.
“Musa cautiva, reflejo de las lágrimas que me
arranco tu partida.” Así fue su presencia, fugaz, tan repentina. Ella se
fue pero yo me quede varado, descalzo en la misma roca.
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