Por: Katia Sánchez Ortega
“El día que me
encuentre tibio, aferrado a un sentimiento desconocido, podré reconocerme bajo un
reflejo de placer moribundo”.
Después de la muerte de
mi madre a causa de violación por parte de mi padre, la línea de fe que había
entre mis males carnales y yo, se convirtió en un desgarre de piel y alma.
Vivimos en un tiempo en
el que el mundo sólo se acusa de ser comunista o socialista, y la lógica humana
se basaba en no creer en mentiras, pero nadie aceptaba las verdades. Era Abril
y los protestantes ya no tenían verbo. Entre las calles grises con los faros
secos, se escuchaban las radios rezando plegarias políticas, himnos sin
naciones.
Conocí entonces a
María, invirtiendo mi tiempo en lo que mejor sabía hacer, y no es que lo
hiciera bien, sino que lo disfrutaba. Divagando en todas las sensaciones
posibles y por haber, invadiendo pueblos desconocidos, usurpando gente sin
destino. Me faltaba algo, a pesar de saber mis gritos y silencios. Yo no me
sentía, ni con torturas, ni con cárceles, mucho menos con puercos billetes. Y
con el afán de saberme a través de una piel amarilla, opté por averiguarlo
entre fieles.
Decenas de minutos
había estado pasando en “La mugre y la furia”, nombre de un curioso lugar
antiguo, donde se respiraban soledades con sabor a alcohol.
María limpiaba las
mesas rojas por encima, depurándolas de fluidos, lo hacía con un gesto de asco
que pensaba que nuca se le quitaría. De vez en cuando hablaba conmigo, del
clima sin estación, de su cansancio adicto, de su estudio abandonado, de sus
planes utópicos.
Tan ingenua que era
María, encerrada en esas paredes sin cristales, sin reconocer miradas, ni
pueblos, ni gentes, tampoco pieles.
¿Por qué a ella la
había de privar el mundo de tantas mundicias?
Qué inocente que era
María.
Al acabarse el día,
esperé a que su jornada terminara, nos fuimos en medio de la calle, hablando de
la oscuridad de la ciudad pavimentada, ya industrializada. Tuvimos miedo, pero
no nos tomamos de la mano, porque aunque las mías no encontraran las suyas, seguro
encontrarían otros planos.
Había que reconocer mi
piel, a través de la de ella, sin ofender su pureza, sin alterar mi castidad.
Debía también que
alejarme de ella, reconciliar mi tristeza y pasada conciencia.
Debía también de dejar
de escribir de María, de sus castigos y de su ombligo.
Debía entonces
transformar mis sonrisas, porque de sensaciones y traiciones, de trucos
excitantes de la naturaleza, de pasiones y erecciones, ya las tenía guardadas,
en memorias sin regresiones.
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