Por: Katia Sánchez Ortega
Se vivía el mismo infierno en aquella tarde de mayo,
pocas veces ocurre que cuando piensas, sudas, respiras, y sudas. No fue la
excepción de éste año. Como de costumbre había terminado de grabar uno más de
mis vídeos en dónde trataba de expresar mi gusto por la lectura, hablé acerca
de García Márquez, de él y de su muerte, que aunque mi aspecto en la cámara de
medio cuerpo no se veía tan mal, la otra mitad estaba estallando lágrimas. Hace
casi un año que no voy a la playa, estoy en casa tratando de no morir de
deshidratación con un ventilador diminuto en mano y un ángulo menor de 90°
entre mis piernas, cabeceando con un libro en mano en el sillón rojo del
abuelo.
Escucho el teléfono y es Edith, la chica con la que
comparto la mayor parte del tiempo, es decir, mi amiga Edith. Contesto y grita
algo que no logro comprender, me espero a que se calme y sigo sin entender y
ella no para de gritar. Con más calma he quedado de verla en la plaza, la plaza
de armas de un lugar cualquiera, con un quiosco y una capilla, jardineras,
perros y popó de perro. Cuando te dicen que tienes una oportunidad para
irte, normalmente lo piensas mucho o nada. Junto con Edith y otros cuatro
compañeros de mi facultad, fuimos escogidos por ese numerito que nos hace
especiales a nivel nacional para irnos de intercambio. Monterrey o San Luis
Potosí fueron las opciones que nos dieron para escoger dónde viviríamos un
semestre. El Diseño Gráfico nacional, cuneta con colaboradores internacionales y
Angélica Vilet, presidenta de ENCUADRE (Asociación Mexicana de Escuelas de
Diseño), se encontraba entre los cerros potosinos. La duda empieza en el
momento de visualizarte lejos de dónde por 20 años habías estado estancada. María Elena, maestra cómplice que rompe el vínculo entre sus alumnos para tener una relación más estrecha, me motivó para poder tomar la decisión correcta y no dudar de las capacidades que tengo. Cuando uno se pierde por un momento de sí mismo, es necesario un empujón ajeno que sea el detonante de una explosión en las entrañas y en medio de los ojos, en la punta de la nariz y en la lengua.
Más de un kilo de pensamientos, esperanzas, ropas y cajas de pastillas para el vómito viajaban junto a mí en el autobús, añorando el clima de mi Tampico, que con casi 15 llamadas de mi madre en una hora, no había extrañado nada. Sin embargo pese a todo lo bueno que veía venir, siempre opacando el grado máximo de mi felicidad sin prórrogas, los billetes pasaron a ser cartones y resistoles, comida enlatada, agua fría por las mañanas, a tardes en el escalón de una casa sin dueño y constantes dolores en el punto más interno de los egos encontrados días antes. Un intento de vida segura, sana y productiva, había estando burlándose de mí, frívola, úrsula durante casi toda la bienvenida en un estado dónde es más fácil ganar prejuicios que respeto. La promesa del deposito de mi beca había quedado en el rincón más sucio del cajón más escondido en dónde guardo todas las mugres que son para reciclar. He ahí la libertad encontrada, en dónde toda esperanza se pierde en un momento de sensatez y racionalidad, cuando uno se vuelve más humano y menos primitivo, sin el elemento llamado sociedad, dónde se encuentran todos aquellos que exigimos, trabajamos, estudiamos, producimos, nos jodemos y protestamos.
En punto de las 9 de la mañana, me he dado cuenta de que me he adaptado al clima, porque nunca se sabe cómo fregados va estar. Parada en la fila del banco, con una especie de mueca en vez de una sonrisa, sólo pido por favor dinero que ha llegado cuando se le ha hinchado la gana. -Que tenga un buen día- me dice Irma por la ventanilla. Buenos días tuve, que sin dinero lo logré, pero con él, uno ni cuenta se da, que los días buenos están por llegar.